Quizá sea la época del mes, que mi cuerpo hace artimañas para acunar una vida que no llegará, y mis hormonas -alborotadas- modifican mi humor en cuestión de segundos.
Quizá sea la altura del año en la que estamos, que ya se arrima Agosto en los calendarios y no sé todavía en qué rincón perdí al mes de Junio ni cuándo fue que la mitad del año ya se esfumó.
Quizá sea el frío, que me tiene envuelta en un poncho que Mamá me dio a sabiendas de mi intolerancia a temperaturas tan bajas. Quizá sea que parezco abrazarme mientras lo enrosco entre mis hombros, y así voy por toda la casa, protegida contra el invierno.
O quizás, quién sabe, sea el venezolano que desde hace un rato me está cantando desde el itunes la misma canción, una y otra vez. Transportándome, en cada verso, a una tarde de verano con el sol en mi cara y una manta floreada evitando que el barro manche las ganas de charlar y contarnos todo.
Vaya uno a saber por qué será que miro hacia atrás como quien revuelve viejos álbumes de fotos, y ya no tiemblo.
Por allá, las sonrisas difíciles de camuflar. Más allí, mis manos hablando entre gestos. Y de pronto la tarde se volvió noche, y empezamos a caminar en un intento por estirar los minutos lo más posible. Luego, un mensaje escrito casi en secreto y finalmente el adiós-o-hasta pronto.
Pienso, a medida que el venezolano vuelve a iniciar la canción, en la magia de los primeros encuentros. Ese torbellino de agitación e incertidumbre que nos deja caminando de puntillas, planeando el siguiente paso cuidadosamente para no arruinar todo de golpe. O buscando las palabras justas para evitar quedar al descubierto, con todos los sentimientos exacerbados por la emoción de haber encontrado a alguien que nos tiene en constante primavera. En aquel cóctel de sensaciones que nos encuentra haciendo esfuerzos por intentar ocultar miradas o tan sólo aguantar la sonrisa que da vuelta la cara.
Pienso dónde quedará ese hechizo, con el paso del tiempo. Hacia dónde huirán las palabras que se dijeron, o en qué punto cardinal se esconderá la terneza de las miradas cuando el sol las iluminaba.
¿Irán, acaso, a otros primeros encuentros? ¿Saltarán de rostro en rostro, regándolos de nuevas ilusiones? ¿Se contagiarán a otros, como sucede con los bostezos?
Tal vez queden ocultas entre las pestañas, esperando por inundar de alegría -una vez más- a los ojos cansados de tanta rutina. Tal vez se estanquen entre los pliegues de la piel, colonizando recovecos de difícil acceso y haciéndose imperceptibles. Tal vez hasta se adormezcan y nunca más (nunca, nunca, nunca más) puedan despertarse.
Quién sabe.