27 enero, 2010

Inolvidables

Hay personas que no desaparecen nunca de la historia de uno: que están, aunque lo intangible haya sido erradicado y lo tangible destinado al exilio. 
Son esos nombres que uno no olvida por más que pase el tiempo. Son esas promesas que no se cumplieron, pero que de alguna manera siguen vigentes. Son esos recuerdos que se abrazan a las neuronas y se quedan tomando mate con ellas, charlando de tiempos que no están y largando -cada tanto- alguna escena hacia la retina.
Son los responsables de los mil y un intentos por descubrir la pócima mágica para hacerlos desaparecer. Aunque en el fondo, bien en el fondo, está la certeza de que la huella podrá taparse con nuevos intentos pero que nunca terminará por desvanecerse.

Lo interesante es que así como todos tenemos un ser inolvidable, también nos toca - irremediablemente - serlo. 




¡Buena suerte con eso!


20 enero, 2010

Como el Mar


[Cuando estés triste, tratá de abrir los ojos y mirar... y ver]

Desde el décimo piso se veía al mar aparecer entre los edificios vecinos. Intermitente la vista, aunque siempre firme su compañía: en los almuerzos, mientras lavaba los platos, a la hora de la cena; en los descansos, entre envido y quierorretruco; en silencios filosos y charlas hilarantes. Siempre del otro lado del ventanal, burlando la cuadra y media que distaba entre nuestras merecidas vacaciones y sus castillos de arena.

Una sola vez el límite inalcanzable que separaba el cielo azul de la marea oscura desapareció, pintando la vista de un marfil extrañamente homogéneo. La ausencia del incondicional testigo de nuestro descanso nos encontró a los codazos en el balcón fotografiando el panorama, hasta que -con un dejo de tristeza- barajé las cartas y comencé a repartir. 

En pleno chinchón un episodio sincericida enfrió el mate y amargó las galletitas. Hablé con pausas, con gestos, con calma. Justifiqué silencios, desmotivaciones y miedos de mi parte. Escuché opiniones y abracé consejos ajenos. Me despojé del remanente de tristeza que traía encima y que se camuflaba con el incipiente bronceado en la piel eternamente sensible.

Abrí los ojos para mirar y descubrí que una nube de mala racha mezclada con ingenuidad empañaba mi juicio. Vi que, así como el mar, un manto apenas perceptible a la distancia nublaba la verdadera esencia de ambos: 
Del mar con sus olas rompiendo en la escollera donde una mujer decidió una vez lanzarse vaya uno a saber por qué razón; con el vaivén de la marea borrando las huellas en la arena y preparándola para nuevos recorridos; con la calma, la paz y la magia que esconde en algún lugar de su inmensidad. 
De mí, que dejo huella por donde sea que pase y una estela de risas en los días de mejor humor; con mis ocurrencias confabuladas con los gestos del truco recientemente aprendidos (incluso antes de saber jugar); con el cuerpo descansado, la mente ligera y las ganas recuperadas.

En los diez días que estuve en ese décimo piso no volvió a repetirse la ausencia del mar en el balcón. Y desde aquél mate enfriado acompañado de galletitas amargas, la tristeza empezó a cederle el paso a la paz que -junto con granitos de alegrías- fueron llenándome los poros hasta completarme tal como me ven todos hoy. 

Contenta.


09 enero, 2010





- Pisciana, ¿qué pasó? ¿estás en otro planeta?

- Ajam. Dame un mate que en un rato vuelvo...
- Te espero.



No volví. Me quedé en el amanecer, mirando el mar. Jugando con la arena y los dedos de mis pies que se cansaron de tanto andar. Enredando pensamientos mientras mis dedos anudaban los rulos inútilmente planchados. Con los ojos hartos y las manos secas. Con las rodillas custodiando el corazón.

El corazón sobre todo.


- Dale, pisciana. Vamos que te acompaño al departamento. Ya no volvés más.
- Gracias, darling.

03 enero, 2010

Dolor de muela (y algo más)

Hay pocas cosas peores que un dolor de muela y creo que hasta podrían caber en los dedos de una mano. Algunas rupturas amorosas, algunas desiluciones, determinadas malas noticias, tienen ubicación casi preferencial en el top five de los peores males.

Como si no bastara con la molesta sensación que produce un dolor de muela, que muchas veces nos deja con los ojos apretados y los puños bien cerrados esperando que el malestar pase rápido, todo lo que uno come o beba irá directamente hacia el foco doloroso. El cepillo de dientes dejará la delicadez de lado y el hilo dental insistirá hasta cortarse. Incluso la propia lengua pasea, toca o simplemente roza la zona en cuestión, revelando la necesidad que tenemos -a veces- de saber que el dolor está ahí, que no se fue. Que es real. Que todavía lo sentimos.

Algo semejante sucede a veces con las relaciones amorosas. Con esas que segregan lágrimas por doquier, sangran recuerdos y molestan hasta el punto de hacernos perder la paciencia y ganar irritabilidad. Con esas que perduran incluso cuando no hay nada más para decir.
Seguimos insistiendo en lo que no será nunca; seguimos recordando, queriendo, hablando; seguimos haciendo de cuenta que algún día todo se revertirá y los astros se alinearán a nuestro favor y entonces todo lo soñado, todo lo planeado, se volverá real. Seguimos tocando con la yema de los dedos el foco doloroso de nuestro interior, para sentir que está, que es real, que no se fue. Para sentirnos vivos.

En vez de ponerle punto final al asunto, porque hacerlo es incomnmensurablemente angustiante; en vez de pactar una visita al odontólogo, porque a quién le gusta que le saquen una muela; en vez de frenar el dolor, lo seguimos alimentando cada vez más. Con cada recuerdo, con cada canción, con cada roce masoquista de la lengua.


Así empezó mi 2010. 
Con un dolor de muela, por el momento soportable. 
Y con un dolor bien en el centro del alma, el cual tengo miedo que no se vaya más.