27 marzo, 2009

Imperfecta

No, no soy un ejemplar perfecto.

Tengo un terrible temor a las arañas. No importa si son pequeñas, no importa si son inofensivas, no importa nada de eso. Me dan mucho miedo. En serio.
(Sino preguntale a mi Hermano Pequeño, que en más de una ocasión ha tenido que responder -zapatilla en mano- a mis gritos desesperados)

No me gusta cocinar, y por el momento no pretendo poner energías en hacer que me agrade. Quizás no sea como mi Mamá o mi Abuela, que guardan con recelo sus propias carpetitas con recetas arrancadas de la revista del domingo.

No sé pelear. Y tampoco me gusta.
No logro mantenerme enojada por mucho tiempo, ni es sencillo hacerme perder la cordura. ¡Si me paso la vida intentando mediar entre situaciones conflictivas!

No te rías, pero me pone nerviosa viajar en auto. Prefiero el subte, o un colectivo.
En aquellos viajes donde no tengo otra opción, muerdo mis uñas o sino mis labios. Inconscientemente. A menos que me den charla, y me distraiga.

Hago bolitas de papel con las servilletas. Minúsculos bollitos que tal vez signifiquen algún desequilibrio emocional.
Muchas veces he llegado a armar dibujos con ellos, o simples montañitas sin sentido. En otras ocasiones, sirven de municiones para traerte de vuelta al mundo real.

Heredé los genes de la miopía, de Papá. Y la baja estatura de Mamá.
Hablo poco, y callo mucho. Pienso rápido y doy vueltas.
Lloro más de lo que debería.


Ya ves, lejos estoy de ser perfecta.

Pero puedo transformarte en un verdadero héroe al sólo desenfundar una zapatilla. O bien enseñarte a preparar una ensalada de arroz, atún, tomate, huevo y mayonesa a la distancia.
Puede pasárseme el enojo de hace unos días, con sólo ver un mail que lleva tu nombre en mi bandeja de entrada. Sin decirte nada, porque no vale la pena.
Y hasta tengo la altura perfecta para que, cuando me abraces, mi cabeza quede en el huequito que se te forma debajo de la clavícula, ahí, cerca del hombro (y tus labios queden justo en mi frente). Como si encajara, en vos.


23 marzo, 2009

Desconectada

No voy a hablar más. Al menos, no en defensa de ciertas compañías reconocidas cuyos servicios me eran prestados con eficiencia. Como internet, digamos.

Cansada de escuchar tanta crítica hacia Speedy (mi servidor, por cierto), decidí enfrentarme a mi compañero de facultad que no hacía más que hablar pestes del servicio.
Nunca jamás, desde aquél bendito día en que contratamos banda ancha, tuvimos inconveniente alguno con tal empresa. Nada de conexiones pobres, ni señales intermitentes los días de tormenta. Menos que menos recurrir a algún técnico, simplemente porque su presencia no era necesaria ante la falta de problemas para resolver.

Así fue como me encontré descreyendo de esa creencia popular de que Speedy no traía más que desperfectos en su haber. Y lo dije. En voz alta.

Bastaron cerca de cuarenta y ocho horas, para que me arrepintiera de mis propias palabras. Porque la lucecita del módem que tiene que estar permanentemente encendida, ahora titila. Lo cual nos conduce a una simple frase, no hay conexión.

No, no tengo internet.
No, no puedo chequear las últimas asignaciones de mis materias.
No, no puedo charlar con N.
No, no puedo siquiera entrar al blog y avisarles que sigo viva. Desconectada, pero viva al fin.
No, no pienso volver a defender a estas empresas engañosas en voz alta.


Hasta que el señor técnico enviado por Speedy se digne a visitarme, para arreglar este temita de la intermitencia en una lucecita del módem que debería permanecer inmóvil, me refugiaré en el departamento de mi abuela, que está libre.
Llevo mis libros, de paso, y adelanto estudio. Me encargaré de regarle las plantas del balcón, a cambio.

16 marzo, 2009

Impuntual



Desde que mis clases comenzaron, hace dos semanas ya, nunca logré llegar temprano a la facultad. Ya fuera por una pequeña demora en los subtes, o bien por perder el colectivo correspondiente, terminaba retrasándome lo suficiente como para llegar más que justo a cursar. 
Algunos días no era problema, dado que una de mis compañeras gentilmente guardaba un lugar para mí frente al anuncio de mi retraso. Pero aquellos días en que no contaba con su gentileza, sí lo fueron. Así fue como tuve que presenciar una clase sentadita en las escaleras más incómodas de toda la facultad, sin mencionar la lejanía al panel donde se proyectaban las dispositivas que nunca alcancé a ver. 

Un buen día decidí modificar la alarma del despertador con esperanzas de que, de esta manera, mis pasos no se vieran apurados por las agujas de mi reloj nuevo que me acusan de impuntual. Y hoy, llegué temprano.

Devolví un libro a la biblioteca, y seleccioné dos asientos en el aula magna de la facultad que empezaba a llenarse. Ubicación ideal para mi miopía, y comodidad de más para mi espalda adolorida por una noche de mal dormir.
Al rato mi compañero se unió al regocijo que aquellos simples lugares privilegiados nos generaba, y al pasar le comenté que sentía un extraño olor en el ambiente. 

Cinco minutos de clase fueron suficientes para que, del otro lado de la inmensa aula, alguien exclamara en voz alta que ya era preocupante el olor a quemado que nos invadía desde los pasillos. Preocupada, la profesora decidió ir a investigar.
Otros cinco minutos más tarde se daba por terminado el teórico, y se nos aconsejaba evacuar la facultad. 

Una vez afuera, y tras haber avisado a mi familia que estaba sana y salva, me di cuenta que todo había sido en vano. Levantarme más temprano, ducharme velozmente, secarme el pelo e incluso peinarme a la velocidad de la luz, todo todo... para terminar abrumada por las sirenas de los camiones hidrantes tras sólo cinco minutos (¡cinco minutos!) de comodidad.


No hay caso. Estoy destinada a llegar tarde a mis clases, este año. 
De lo contrario, la vida se encarga de hacer que aquellas a las cuales llegue temprano y donde encuentre una ubicación privilegiada, se cancelen. Como hoy. 

14 marzo, 2009

Veinticinco horas



Es sábado de tormenta, en algunos lugares. De paraguas acumulados en esquinas y pantalones delatando un chapoteo inocente por alguna baldosa floja. De refugios compartidos y alguna que otra historia naciendo. De suspiros. De recuerdos.

Es sábado de siestas largas y descansos esperados. De cerrar los ojos y entregarse a la comodidad del colchón, con la certeza de que el tiempo sobra y el cansancio vence. De un pijama que se amalgama a la piel y deja de lado la sofisticada vestimenta de la semana. De confort. De atemporalidad.

Es sábado de planes cancelados a último momento y un desgano impresionante. De reencuentros postergados y charlas al azar, que dan descanso a la lectura atrasada y dejan en evidencia a varios resaltadores ya gastados.
 
Es sábado de besos y caricias ausentes. De una soledad repentina que senta presencia. De un después que nunca ocurrió. De una distancia que se incrementa de manera proporcional conforme continúa lloviendo. 

Sábado de respuestas sin preguntas. De un asalto a la memoria. Del recuerdo de aquél asunto pendiente que todavía no llega. No aún.
Sábado casi Domingo, que vuelve silencioso a mi teléfono e ingenua a mi esperanza.


Es otro sábado de lluvia, como hace unas semanas viene ocurriendo. 
Es otro sábado más. Salvo por un detalle.


Es sábado de 25 horas.

09 marzo, 2009

Eternos recuerdos

para mi Amiga del Alma,
y su eterno recuerdo




No se va, amiga. Puede apaciguarse, e incluso quedar adormecido, pero no desaparece. Porque son parte de nosotros, de nuestra historia. De lo que fuimos y seremos, pues de aquél aprendizaje nuestras acciones se verán condicionadas.

Sin embargo, aprendemos un día a dejar de invocarlos. A fuerza de lágrimas y tras varios consejos, comenzamos por evitar las esquinas que ya no nos hacen bien. Olvidamos - de a poco - un aroma, una sonrisa, un gesto particular. Terminamos por encontrar borrosos aquellos ojos que antes se nos mostraban tan claros.

Con el tiempo seguimos viviendo, respirando, sonriendo e incluso, a veces, amando. Regodeándonos de banalidades y pregonando al olvido, en un intento por convencer al mundo de que todo está bien. Pero que, en realidad, busca sólo convencernos a nosotros mismos de que ya no voltearemos al oír un nombre.
Llegado un punto hasta nos creemos fuertes y superados, para no admitir que las lágrimas que aprendimos a aguantar nos delatan débiles y vencidos. 
Porque no. Por más que lo intentemos, no se va. El recuerdo no desaparece. Nunca.

En la ferviente necesidad de controlar lo incontrolable, tomamos decisiones. Algunos escapan; huyen tan lejos como sea posible. Otros cambian de trabajo, de ciudad o de aire, sólo para hacerse creer que de esa manera ya nada invocará al recuerdo. 
Un descanso. Un tiempo. Un nuevo plan.

Lo cierto es que de repente, un día, nos creemos dueños del control retrospectivo. Hasta que  una palabra, un gesto, un nombre, nos lo recuerda todo. Nos vence por knock out y ahí quedamos, tendidos con un corazón que no termina de sanar porque falta una charla, una respuesta, un intento. Porque hay algo pequeño, o bien enorme, que no nos permite cerrar el círculo. 
Y volvemos al primer contacto, a ese beso interminable, a su perfume en el cuerpo, a la música que lleva su historia. Volvemos a ese recuerdo reincidente que nos atormenta.


Sólo nos resta encontrar un poco de cordura. Algo de sensatez que nos permita ubicar los recuerdos en algún lado de la memoria donde ya no duelan. O a donde lleguemos, con dificultad.
Porque ellos... no, ellos no se irán. Jamás.

04 marzo, 2009

Despedidas

Mis pies fríos, extenuados de tanto andar bajo la lluvia, piden tregua. 
Mi cuerpo sufre las consecuencias del ayuno al que esta angustia lo somete. 
Mis ojos se declaran en huelga y comienzan a cerrarse sin aviso. No quiero que lo hagan, pues tengo una imágen triste que reaparece cuando el cansancio me vence.

Entonces me saco las medias mojadas, y me preparo un café con leche bien grande y caliente. Me desprendo de las últimas lágrimas, y pongo colirio en mis ojos enrojecidos de zozobra. 
Almuerzo, meriendo y ceno a la vez. Con ese café con leche acompañado de restos de una medialuna que sabe a despedida. O serán mis labios, tal vez, quienes llevan todavía el sabor de un último beso por tiempo indefinido.


N. volvió a donde pertenece. A aquella provincia que le formó ese acento que tanto me gusta. A aquél lugar desde donde me encontró, en una noche de insomnio. 
Contrario a sus deseos -y a los míos- volvió a su rutina, a sus responsabilidades, a su mundo. A muchos kilómetros del mío.

Es esa despedida la imágen triste que quiero evitar. Es verlo por última vez, bajando por las escaleras del subte, cada vez que cierro mis ojos. Es abrirlos y encontrarme con una realidad borrosa y húmeda que surca mis mejillas hasta terminar en este café con leche gigante que intenta aplacar un poco la desasón. Es sentir ese beso, esas palabras, esas manos sobre mis ojos queriendo secarlos. Es recordarlo desde el primer momento en que nos vimos, y continuar con cada detalle, cada gesto, cada mirada.

Es volverme Penélope, de repente. Tejiendo conjeturas e incertidumbres durante el día, para destejerlas al anochecer. Atenuando, así, el paso lento de los días. Mitigando las distancias. Distrayendo a la nostalgia.
Es convertirme en esposa de marinero. Que espera impaciente el regreso de su amado. Que tacha los días que faltan para el reencuentro, en el almanaque. Que extraña. Que necesita.
Es aferrarme a su promesa de volver. Por mí.


Suena una canción, en la radio, que me regresa a la realidad. Al café con leche que comienza a enfriarse. A mis pies fríos, todavía. A mis ojos que están tan cansados. A mi cuerpo, recomponiéndose.
Es la misma canción que N. me dijo que escuchara justo antes de irse. Y que escucho ahora, de casualidad, cuando él está ya arriba del micro. Alejándose.

Entre sorbos lentos finalmente me pregunto si le habrá gustado el presente que le di, antes de partir. Si ya se habrá dado cuenta que, de remover el soporte trasero, encontrará una sorpresa que acortará la distancia. 
Al menos, por un momento.




02 marzo, 2009

Festejos

A las doce en punto estaba bañándome. Mi casa, extrañamente silenciosa, era cómplice de un estruendoso saludo que se avecinaba. Con tirón de oreja incluído.
Para hacer tiempo (haciéndome desear cual diva), me quedé charlando un rato con la imágen que me devolvía el espejo empañado. Con una Flori igual a la del día anterior, pero muy distinta al reflejo de hace un año atrás. 

Comenzaron los primeros saludos. 
Amiga del Alma, reunida con Pizzu, hizo su ritual llamado a horario. Tuvo que repetirlo más tarde porque, en mi afán por hacer esperar al resto, no llegué a atenderla. Reconoció en seguida que algo pasaba. Un algo que me cambiaba la voz y me hacía soltar lágrimas de angustia. Charló conmigo para serenarme y darme ánimos, y todo culminó con un Feliz Cumpleaños cantado entre varios y aplaudido por mí.

Muchos Bloggers pasaron y dejaron sus saludos especiales. Quiero agradecerles por haberlo hecho, porque (como ya les puse entre los comentarios de la entrada anterior) contribuyeron a esta nueva felicidad que me envuelve.
Quiero sentar presencia de un gesto que, aunque sencillo y simple, me sorprendió sobremanera. Nico prometió acordarse, a la distancia, de mi cumpleaños. Como prueba fiel de ello, y para que su palabra se viera cumplida, hizo este cartelito. 



Para el final del día ya tenía muchos deseos de felicidad acumulados en el celular, en el Facebook, y hasta en el blog. Mis amigas me tiraban papel picado, en conjunto con mi familia, y mi mano buscaba a otra que le correspondiera. Mano de la misma persona que me besaba cuando la oportunidad era la indicada. Mano de N., que se ganó a mi familia con su simpatía y sus historias divertidas.

En el preciso momento en que noté que amanecía, me di cuenta que había sido el mejor cumpleaños de mi vida.
Charlamos sin parar. Lloramos en algunos momentos, pero para reír luego. Jugamos al TEG, y lo abandonamos para mirar una película que nunca terminamos. Algunos aprendieron a usar los palitos chinos, mientras que unos pocos demostraban sus habilidades con ellos. 


Fue un día lleno de felicidad, papel picado en cada rincón de la casa, muchos saludos y miles de sonrisas alegres. Con las personas que más quiero, y más me quieren. 
Y en el momento de los tres deseos... esos no se los cuento, ¡quiero que se vuelvan realidad!