24 abril, 2010

Chao

Entonces es buena suerte, chau, adiós.

Y lo que sea que pasó en todo este tiempo fue pierdiendo brillo y color hasta quedar como una vieja película de épocas antiguas. Lejana. A medio recordar. ¡Y vos que asegurabas no olvidarte de mí! ¡Y yo que confirmaba quererte por mucho tiempo más!

Será que nos desgastamos de tanto roce, tanta fricción; de tanto enojo y desencuentro; de tanta distancia. Será que nos agrietamos en esta larga espera, que cualquier agresión -por ínfima e insignificante que resulte- fue causa suficiente para hacernos estallar y dejar librados al aire miles de recuerdos y momentos compartidos. Restándoles importancia, o aniquilándolos con silencios.

Será que nos ganó el cansancio, que ni ganas tuvimos de andar juntando los pedacitos de algo que quizás fue inventado. O tal vez haya sido la comodidad de darse por vencido lo que nos devolvió al principio: a ser dos desconocidos de mundos distintos aunque rutinas igual de agotadoras. De besos tibios o amargos -vos dirás- en cada atardecer. Del cuerpo listo para rendirse en abrazos cálidos y el corazón dispuesto a enamorarse perdidamente de quien se desviva por hacernos feliz.

Habrá sido esto o aquello
Habrás sido vos, o habré sido yo.


Sea como fuere, es así
Buena suerte. 
Chau. 
Adiós.




vos,
que todavía pasás..

06 abril, 2010

Desafío(te)



Te juego a ver quién es el que tiene el cuerpo a punto de rendirse, la cabeza al borde del exilio y un pasaje gratuito -en compañia del insomnio- a la tierra de los descansos postergados y el sueño olvidado.

Te juego a ver quién llega más alto en la escala de soportar dolores de muela, días de fiebre y semanas de cócteles de medicamentos.

Te juego, dale, y veamos quién aguanta más en esta rutina que, si no nos destruye, le pega en el palo.



(No vale hacer pido y mirar con los ojos pícaros al cielo, 
mientras inventás una excusa para ganar)


14 marzo, 2010

Costumbres

No es culpa mía que me falten palabras de vez en cuando. Que no sepa caminar enredada en abrazos ni que logre controlar mis ausencias terrenales cuando me pierdo entre pensamientos que todavía no puedo compartir. 
No es mi culpa si no atiendo alguno de los tres llamados diarios que recibe mi celular, ni respondo los incontables mensajes que llenan el buzón de entrada siempre bajo el mismo nombre. Mucho menos la falta de ganas que siento, a veces, de hacerlo.
No es mi culpa que me quede con besos guardados en algún rincón del alma, que escatime cumplidos y niegue los que recibo, que frunza el ceño cuando escucho promesas.

Es que de tanto silencio uno se acostumbra a la quietud; de tanto hablar para nadie, de tanta falta de atención, uno va olvidándose de preguntar, comentar e incluso destacar los pequeños detalles que se camuflan entre la rutina.

De tanto recorrer las calles sin compañía, siguiendo el acoso del reloj y tras la estela del estado de ánimo, terminé por olvidarme cómo era eso de seguir el paso de otra persona, a frenar en los semáforos en rojo como excusa perfecta para darle luz verde a los besos tiernos, a caminar sin apuro por barrios nuevos con los últimos rayitos del sol veraniego como testigos.

Pasa que de tanta decepción, de tanto dolor, de tanto miedo, me volví arquitecta de mi propia coraza y levanté un muro difícilmente penetrable detrás del cual puedo guarecer besos, te quieros, y demás palabras que no me salen decir por temor a que se desvanezcan apenas las dejo libre. Porque el espacio que dejan cuando nadie se las guarda para sí es tan frágil que se quebraría fácilmente, incrementando el miedo, el dolor, la decepción.

No es culpa mía esta costumbre de preservarme, lo sé.

Y sin embargo vos estás ahí, queriendo saber por qué -de pronto- me quedo en silencio con el ceño fruncido mientras hablás de promesas que no me interesa escuchar, apurando mis pasos. Dándote la espalda. Detrás de mi coraza.



12 marzo, 2010





- ¿Alguna vez me vas a decir por qué estás sola, justamente vos?
- Noup..




28 febrero, 2010





Somos las decisiones que hemos tomado*...


Los encuentros.
Los silencios.
Las risas.

Los compromisos.
Las ausencias.

Los seguidos de no.
Los no que camuflaban tal vez.

Los besos a desconocidos.
Las murallas que levantamos.

Los cumpleaños no celebrados.

Los te quiero.
Los te odio.

Los adiós.



* de Los Puentes de Madison

25 febrero, 2010

Lunas rotas

¿Cuántas personas detendrán su rutina para verte siempre firme, allá arriba, custodiando el regreso a casa, los reencuentros nocturnos y las cenas en familia? ¿Cuántos serán los que, como yo, fijan sus ojos cansados de tanto vaivén en tu halo blanquito adornado de estrellas y satélites? ¿Cuántos te hablan, te piden, te cuentan los últimos chismes de su amor, te extienden en promesas, te regalan, te obvian?

Cuántos serán los que envidian tu lejanía con este planeta rebalsado de personas que mutan del bien al mal en cuestión de segundos, que dan todo lo que pueden pero después van quitando aquello que no se devuelve, que hablan tanto aunque hagan poco.
Y cuántos serán los que, embelesados con tu cercanía a las estrellas, desean con todas sus fuerzas llegar hasta allá y llenarse de luz.

Sé que son varios los que piden un pedacito tuyo como muestra de amor. Como si al alcanzarte, al pellizcarte y arrancarte un gajo, el cariño que se tienen no fuera a desaparecer en la primer ventisca. Como si fueras vos la prueba segura de algo tan volátil y delicado como lo es enamorarse un día de alguien que parece perfecto incluso en sus imperfecciones.

Tengo miedo de levantar la vista un día (como hago cuando vuelvo a casa con los ojos cargados de sentimientos), y que no estés. Que de tantos cachitos que te roban, desparezcas. Que de tanto prometerte en vano, te deshagas. Que de a poquito, pedacito por pedacito, te vayas quebrando y termines por estallar por cada vez que te nombran en juramento hipócrita. 

Porque entonces, cuando ya no estés, nadie va a frenar su rutina para admirarte: lejana, inamovible, serena. Nadie va a envidiar tu halo blanquito, ni las pintitas estelares que te rodean van a tener sentido.
Y yo... yo no voy a tenerte como confidente ni mensajera.


Por eso nunca, pero nunca-nunca, voy a pedir que te bajen en un cofrecito de cristal como muestra de amor. 



16 febrero, 2010

Antojo de vos

Qué feo es sentir que el cuerpo ya no alcanza para contener las ganas locas de desencadenar una guerra de almohadas que termine con mi malhumor y que sea la excusa perfecta para dejarme ganar mientras te ahogás de alegría. Qué horrible creer que me sobran abrazos casi tanto como me faltan besos. Cuán aburrido tararear una canción durante todo el día y que, al llegar a casa y subirle el volúmen, bailar sin compañía que me haga dar vueltas hasta marearme y caer al suelo con un ataque de risa imparable.


Qué fastidioso se vuelve percibir mi propio perfume, oír siempre las mismas excusas, recitar casi de memoria la cronología de poco más de veinte años que me llevaron a donde estoy mientras los ojos que me miran van cambiando de claros a oscuros, de oscuros a claros. ¡No sabés cuánto cuesta hacerle frente a la sanata de sin sentidos que intentan venderte con tal de sumar una victoria más en el panel de las conquistas!


Qué molesto es que se me antoje no querer dormir sola, y pedirte que te quedes aunque sea por única vez. Que atajes mis brazos, que contengas mi cuerpo, que me regales besos. 
Aunque mañana te lleve lejos tu rutina o mi desinterés.
Aunque con el sol asomando allá afuera se desvanezca toda la fantasía que podamos crear acá adentro.
Aunque después de esta noche vos vuelvas a desaparecer y yo continúe sumergiéndome en nuevas búsquedas.


Aunque sea por esta noche nomás... quedáte.



04 febrero, 2010

Inaudible

Me dijeron una vez que cuando se te quedan las palabras en la garganta, sin salir, bien guardaditas, ahí donde no molestan más que en alguna u otra noche de insomnio o en esos típicos domingos memoriosos; cuando sientan campamento entre los cartílagos de la tráquea y se clavan a ella sin dañarla o produciendo leves cosquilleos que se traducen en carrasperas pasajeras; cuando no van ni para arriba (y son dichas de una buena vez) ni para abajo (deglutiéndolas, desmenuzándolas, digiriéndolas); cuando se incrementan con cada frase nueva que no se dice, con cada respuesta mal dada, con cada lamento, cada reproche, cada mentira, cada verdad... Me dijeron una vez que cuando algo así pasa, uno pierde la voz de repente.

Yo llevo diez horas de no poder hablar. Lo primero que me preguntó Juana cuando le conté, fue qué era lo que no podía tragar. Y dándole vueltas al asunto me doy cuenta que no es algo que no pueda tragar, sino todo lo contrario: algo que no me sale decir.

Acá está.



Ahora sólo resta esperar a que el vacío que siento justo en el huequito que se me forma en la unión de los dos extremos de las clavículas con el esternón desaparezca, y me vuelva la voz.


01 febrero, 2010

Contratiempos

Noche de viernes de verano en la costa, sin planes. Una porción de tarta de verdura, otra de jamón y queso, Francella en la televisión pública y el ventilador que hacía un recorrido semicircular en el comedor. 

Un mensaje nuevo. 
Cumple de XX en un pub. Las pasamos a buscar a las 12, estén listas.

Mientras una hacía volar los platos, la otra los atajaba y lavaba. Mientras Francella actuaba los últimos minutos de su película, las remeras hacían pilas sobre la cama y los zapatos en el sofá. Mientras el ventilador iba y venía, los rulos desaparecían, el rimmel alargaba pestañas y mi Kenzo perfumaba el departamento.

A las doce estábamos listas: el timbre sonó a la una; diez minutos más tarde estábamos abajo.
A las dos menos cuarto llegamos al pub y pasados quince minutos de incomodidad le pedí a mi amiga de irnos a un lugar más lindo, donde se pudiera bailar sin tener miedo a ser secuestrada por un lugareño y despertar sin alguno de nuestros preciados órganos. Me dijo que no, después de reírse un rato. 
A las dos y algunos minutos me señalaron a XX: una chica algo grande que festejaba feliz dando vueltas con sus amigos algo grandes, también.

La saludé con un feliz cumpleaños, me respondió con un abrazo. Le pregunté por las velitas, los regalos y no me acuerdo qué más. Me contó de sus veintinueve, se rió de algún comentario que hice y no me acuerdo qué más.
Sólo sé que en un momento mi amiga me apartó. Ella, el primo y la novia del primo. Estallados en risas.

Flori, no seas tan simpática con XX, me advirtió mi amiga.
¡La novia te está mirando mal!, remató la novia del primo de mi amiga que conocía mucho a la cumpleañera.

Volví a pedirle a mi amiga de irnos a otro lado, pero esta vez con el argumento de que la novia de XX podía hacerme pedacitos con sólo mirarme, porque la idea de ser secuestrada y despertar sin un órgano ya no parecía tan tenebrosa. Volvió a decirme que no, y a reírse un rato.

La noche siguió con un show, un lugareño-pesado que me soplaba la espalda porque hacía calor, el primo de mi amiga borracho y dos taxis esperando afuera del pub antes de las cinco de la mañana.



27 enero, 2010

Inolvidables

Hay personas que no desaparecen nunca de la historia de uno: que están, aunque lo intangible haya sido erradicado y lo tangible destinado al exilio. 
Son esos nombres que uno no olvida por más que pase el tiempo. Son esas promesas que no se cumplieron, pero que de alguna manera siguen vigentes. Son esos recuerdos que se abrazan a las neuronas y se quedan tomando mate con ellas, charlando de tiempos que no están y largando -cada tanto- alguna escena hacia la retina.
Son los responsables de los mil y un intentos por descubrir la pócima mágica para hacerlos desaparecer. Aunque en el fondo, bien en el fondo, está la certeza de que la huella podrá taparse con nuevos intentos pero que nunca terminará por desvanecerse.

Lo interesante es que así como todos tenemos un ser inolvidable, también nos toca - irremediablemente - serlo. 




¡Buena suerte con eso!


20 enero, 2010

Como el Mar


[Cuando estés triste, tratá de abrir los ojos y mirar... y ver]

Desde el décimo piso se veía al mar aparecer entre los edificios vecinos. Intermitente la vista, aunque siempre firme su compañía: en los almuerzos, mientras lavaba los platos, a la hora de la cena; en los descansos, entre envido y quierorretruco; en silencios filosos y charlas hilarantes. Siempre del otro lado del ventanal, burlando la cuadra y media que distaba entre nuestras merecidas vacaciones y sus castillos de arena.

Una sola vez el límite inalcanzable que separaba el cielo azul de la marea oscura desapareció, pintando la vista de un marfil extrañamente homogéneo. La ausencia del incondicional testigo de nuestro descanso nos encontró a los codazos en el balcón fotografiando el panorama, hasta que -con un dejo de tristeza- barajé las cartas y comencé a repartir. 

En pleno chinchón un episodio sincericida enfrió el mate y amargó las galletitas. Hablé con pausas, con gestos, con calma. Justifiqué silencios, desmotivaciones y miedos de mi parte. Escuché opiniones y abracé consejos ajenos. Me despojé del remanente de tristeza que traía encima y que se camuflaba con el incipiente bronceado en la piel eternamente sensible.

Abrí los ojos para mirar y descubrí que una nube de mala racha mezclada con ingenuidad empañaba mi juicio. Vi que, así como el mar, un manto apenas perceptible a la distancia nublaba la verdadera esencia de ambos: 
Del mar con sus olas rompiendo en la escollera donde una mujer decidió una vez lanzarse vaya uno a saber por qué razón; con el vaivén de la marea borrando las huellas en la arena y preparándola para nuevos recorridos; con la calma, la paz y la magia que esconde en algún lugar de su inmensidad. 
De mí, que dejo huella por donde sea que pase y una estela de risas en los días de mejor humor; con mis ocurrencias confabuladas con los gestos del truco recientemente aprendidos (incluso antes de saber jugar); con el cuerpo descansado, la mente ligera y las ganas recuperadas.

En los diez días que estuve en ese décimo piso no volvió a repetirse la ausencia del mar en el balcón. Y desde aquél mate enfriado acompañado de galletitas amargas, la tristeza empezó a cederle el paso a la paz que -junto con granitos de alegrías- fueron llenándome los poros hasta completarme tal como me ven todos hoy. 

Contenta.


09 enero, 2010





- Pisciana, ¿qué pasó? ¿estás en otro planeta?

- Ajam. Dame un mate que en un rato vuelvo...
- Te espero.



No volví. Me quedé en el amanecer, mirando el mar. Jugando con la arena y los dedos de mis pies que se cansaron de tanto andar. Enredando pensamientos mientras mis dedos anudaban los rulos inútilmente planchados. Con los ojos hartos y las manos secas. Con las rodillas custodiando el corazón.

El corazón sobre todo.


- Dale, pisciana. Vamos que te acompaño al departamento. Ya no volvés más.
- Gracias, darling.

03 enero, 2010

Dolor de muela (y algo más)

Hay pocas cosas peores que un dolor de muela y creo que hasta podrían caber en los dedos de una mano. Algunas rupturas amorosas, algunas desiluciones, determinadas malas noticias, tienen ubicación casi preferencial en el top five de los peores males.

Como si no bastara con la molesta sensación que produce un dolor de muela, que muchas veces nos deja con los ojos apretados y los puños bien cerrados esperando que el malestar pase rápido, todo lo que uno come o beba irá directamente hacia el foco doloroso. El cepillo de dientes dejará la delicadez de lado y el hilo dental insistirá hasta cortarse. Incluso la propia lengua pasea, toca o simplemente roza la zona en cuestión, revelando la necesidad que tenemos -a veces- de saber que el dolor está ahí, que no se fue. Que es real. Que todavía lo sentimos.

Algo semejante sucede a veces con las relaciones amorosas. Con esas que segregan lágrimas por doquier, sangran recuerdos y molestan hasta el punto de hacernos perder la paciencia y ganar irritabilidad. Con esas que perduran incluso cuando no hay nada más para decir.
Seguimos insistiendo en lo que no será nunca; seguimos recordando, queriendo, hablando; seguimos haciendo de cuenta que algún día todo se revertirá y los astros se alinearán a nuestro favor y entonces todo lo soñado, todo lo planeado, se volverá real. Seguimos tocando con la yema de los dedos el foco doloroso de nuestro interior, para sentir que está, que es real, que no se fue. Para sentirnos vivos.

En vez de ponerle punto final al asunto, porque hacerlo es incomnmensurablemente angustiante; en vez de pactar una visita al odontólogo, porque a quién le gusta que le saquen una muela; en vez de frenar el dolor, lo seguimos alimentando cada vez más. Con cada recuerdo, con cada canción, con cada roce masoquista de la lengua.


Así empezó mi 2010. 
Con un dolor de muela, por el momento soportable. 
Y con un dolor bien en el centro del alma, el cual tengo miedo que no se vaya más.