28 enero, 2009

Secretos

Era costumbre, tiempo atrás, recibir para cada Navidad un cuadernito de tapa dura con hojas en blanco y perfumadas, y un candado cuya llave yo procuraba mantener escondida. Fue costumbre, por unos años, regalar diarios íntimos a las niñas de la familia. A mi hermana, y a mí.

Hoy en día nadie regala esas cosas. Hoy en día las nenas no escriben cómo se les desbarajustó el corazón cuando el chico lindo del colegio jugueteó con una de sus trenzas. Hoy ya casi no quedan niñas que atesoren esa llavecita que permitía la entrada al mundo secreto de las ensoñaciones infantiles. Mundo al que los adultos no tienen permitido el ingreso, no sé si por temor a quebrar tanta inocencia junta con alguna burla, o simplemente porque ese espacio ya no les corresponde.

Sea como fuere, a mis padres les ganó la curiosidad una tarde de domingo donde algo se celebraba. Motivo por el cual mi casa estaba llena de gente, llena de adultos, que insistían en participar de aquella especie de exhibición gratuita de nuestros secretos. 
No nos daban las manos, con Hermana, para arrancar las hojas donde quedáramos coloradas de la vergüenza. Donde hablábamos de decisiones injustas (para nosotras) de nuestros padres. Donde imaginábamos ese primer beso con el chico que corría por el patio de recreo con los cordones desatados. Arrancábamos las hojas donde esos adultos crueles, que pedían entusiasmados participar de nuestra infantil intimidad, pudieran burlarse o enojarse.

Después de ese episodio el tiempo pasó muy rápido. Irremediablemente adolecimos, crecimos, y dejamos de guardar esas llaves cuyo candado custodiaba lo más preciado que teníamos. Que tenemos. 

Ahora es el silencio quien cumple ese rol. Ahora desviamos la mirada e inventamos alguna excusa cuando sabemos que la verdad puede dejarnos vulnerables, o bien puede resultar desagradable para un otro. Ahora ocultamos opiniones o decisiones, y tapamos con sonrisas forzadas la tristeza que se nos forma de tanto mentir. 
"No van a entender". Y nos atajamos de antemano con esa premisa que damos por sentado. Sin siquiera intentar, sin darles una oportunidad para comprender.
"No quiero generar problemas". Y creamos una pelea imaginaria que separaría amistades, que disolvería fraternidades.
 "No es de su incumbencia; es mi vida". Y construimos una muralla infraqueable que aleja a cualquier persona que podría ayudarnos. Ignorando que somos parte de sus vidas, también. Y una parte importante.


Hoy vivo en una casa de secretos. Sin diarios íntimos, sin llaves, sin nada. Sólo con silencios y varias excusas que pierden sentido de tanto reiterarlas.
Soy guardiana de algunos secretos de Hermana. Ella es guardiana de algunos secretos míos.
Hermano Pequeño me confía, a veces, algunas de sus inquietudes.
Hermano Grande, en su desconcierto, supo hablarme sin reservas. Supo expresarse frente a mí, como a nadie más.

Ya ven, soy un nexo común en esta hermandad. Reconozco las excusas gastadas de tanto ir y venir. Mido mis propios movimientos para no revelar nada. Veo en cada rincón, en cada esquina, en cada palabra, aquello que debo callar y que por momentos me cuesta sostener.

Soy un secreto más, en esta casa. Un diario íntimo sin candado ni llave, que no humilla ni se ríe del dueño de lo oculto. Soy una mirada cómplice, un consejo. Soy confianza. Soy silencio.


Shh, soy secreto. 
Shh, que nadie se entere.
Shh...




25 enero, 2009

Nombrarte

Nombres compuestos. Ana Belén. Juan Cruz. María de los Ángeles. Juan Pablo. Ana María. José Antonio. Ana Paula. Juan Carlos. María Florencia. José María. 

Nombres largos (tres sílabas o más). Roberto. Anabela. Leandro. Gabriela. Enrique. Mariana. Alejandro. Verónica. Agustín. Liliana. 

Nombres cortos. Sol. Lucas. Carla. José. Silvia. Ariel. Laura. Mauro. Lucía. Pedro. 

Nombres comunes (*). Pablo. Ana. Matías. Sofía. José. Paula. Martín. Laura. Juan. María.



Mi nombre real es compuesto y largo. Mamá dice que pensó en una ciudad preciosa, a la que nunca llegó a visitar -al menos- hasta ahora. Yo le creo. Y hasta me gusta que me cuente, cada tanto, esa razón por la cual hoy respondo a este nombre compuesto y largo que figura en mi documento.

Dos de mis amigas más cercanas tienen nombres largos. Una, corto y común. Y así y todo nos la manejamos para armar derivaciones que solo nosotras entendemos. Códigos. Apodos.
El nombre del Doc es largo, también. Y a mí me salía naturalmente acortarlo, o mismo intercambiarlo por alguna palabra tierna. Y lo mismo hacía él conmigo. Me inventaba sobrenombres hasta el cansancio, y a todos ellos respondía. Me nombraba, y yo giraba mi cabeza en su dirección sólo para verlo llamándome.
A veces alguien lo menciona. A veces me preguntan por él. Y me toca responder que hace rato no está; que un día me dio un beso en la frente y después nunca más.

Es ese nombre largo el que me cuesta. Aún cuando ya no es él a quien me refiero, no me sale. Y pido disculpas a aquél que se llama igual que el Doc sin dar explicaciones. Y me dice que no hay problema.
Pero sí. Hay un problema.

En una hoja en blanco empecé a escribir su nombre. 
El primer renglón costó. Para el segundo, mi prolija y redondeada letra se tornó difícil de leer. Ya en el tercer renglón parecían reinar monigotes de lo que en un principio fueran esas ocho letras con sentido. Ya sin mayúscula, ni redondeces. Casi despersonificadas.

Así como las palabras pierden significado cuando las decimos en voz alta y repetidas veces, yo buscaba en mi estrategia desprenderme del sentimiento al cual se adjuntaba su nombre. Que quedara ahí, en esa hoja que ya tenía varios renglones escritos, mi problema. Para que al momento de pronunciarlo ya no me paralizara. 

Ahora sólo me resta ver los resultados de esta improvisada solución. Esperar al momento justo donde nombrar a un otro no implique nombrarlo. A él, que un día me dio un beso en la frente, y después... nunca más.


(*) Fuente: I.N.E  Instituto Nacional de Estadística

21 enero, 2009

Alegría

Podría resumir el fin de mis vacaciones con una sola palabra. Alegría.
No es que me encante terminar con las tardes de ocio, ni mucho menos sienta un agrado particular por abandonar mis siestas prolongadas bajo el ventilador. Debe ser que así vivi el fin de semana, fecha clave que determinaba la culminación del descanso y la pereza.

"Alegría: sentimiento grato y vivo producido por un motivo placentero que, por lo común, se manifiesta con signos externos" (*)

Claro, es sencillo encajar en esa descripción. Sobre todo si identifico mi "motivo placentero" como tres días de sol (en realidad el marcador sol-lluvia terminó 2 a 1), algunos chapuzones y mucha pero mucha charla. Entre amigas. 
Aprendiendo que el relato de mi año que se fue ya no duele, y que las palabras tienen el poder de sacarme sonrisas aún cuando menos las espero. Consolando corazones que se enfrentan con posibles infidelidades. Aguantando el aliento mientras escucho cómo comienza una relación.

"Signos externos" deben ser las ganas que recuperé. Ganas de seguir con esta carrera que pareciera interminable; ganas de intentar; ganas de ser. 
Debe ser también mi rostro sonriente en el reflejo de las ventanas de los colectivos, que hacía tiempo había dejado de encontrar. Esa calidez sin motivo en particular que desconcierta a algunos y se contagia a otros.

Alegría.



Volví renovada y bronceada. Un poquito cansada por las largas charlas que se extendían hasta el amanecer, casi reemplazando al sueño. 
Pero con un feliz reencuentro que enverdeció mi nivel de energía que ya anunciaba, con un rojo intenso, que el Game Over se avecinaba. Como en los juegos virtuales, encontré la fruta que me devolvió la seguridad de seguir en carrera. 
Alegre, además.






*  Diccionario de la lengua española  WordReference.com

16 enero, 2009

Mini vacaciones





Toallón, malla y ojotas, están.
Mudas de ropa interior, están.
Celular, mp3 y respectivos cargadores con sus adaptadores, están.
Ropa para la pile y protector solar, están.
Ropa para la noche, está.
Flori, está.


Me voy, entonces, a disfrutar de dos o tres días al aire libre en un barrio donde todos se saludan, donde las piletas abundan y donde la calma baila entre las hojas de los sauces. Lejos de hermanos agotadores de paciencia, y de padres cuestionadores. Lejos de la toxicidad de los automóviles y de los pasos apurados que adornan la veraniega ciudad. Lejos de mi pc y el mundo virtual. Lejos.

Me voy, clasificando este fin de semana como mis únicas vacaciones. Creándole un bello moño colorado al receso, y armándolo alrededor de estas fechas. Porque al regresar comienza nuevamente la rutina del estudio. Sin vueltas.

Me voy, deseando no tener tiempo libre para pensar en aquellas cosas que suelo reanalizar cuando tengo un atardecer (o amanecer) en silencio y soledad. 
Cargo risas, anécdotas bochornosas y chismes para evitar esos momentos. Llevo todo un arsenal de estrategias para protegerme de los rayos del recuerdo que atacan en el momento menos preciso. Y si alguien sabe el horario de protección contra el recuerdo, hágame el favor de decírmelo.

Me voy, entonces, a recargarme. A despojarme de preocupaciones y números que no cierran. A liberar la desilución que hace unos días llevo en mis ojos. A divertirme y llenarme de ellas, mis amigas de antaño. Con quienes no tengo mucho contacto en todo el año, pero con quienes me reservo un fin de semana para celebrar una velita más en alguna torta de feliz cumpleaños.



Mis queridos cibernautas, ¡me voy!


14 enero, 2009

Caminante

Camino y piso fuerte. Para no torcerme los tobillos como suele pasarme, y de paso para descargar los restos de una pelea con Hermano Pequeño. Para terminar de desprenderme del eco de los gritos y las ganas de estrujarle el cuello con su propio cretinismo.


Camino y respiro. Inspiro. Aguanto unos segundos. Exhalo. Y en el interín se siente cómo mi corazón sigue un ritmo acelerado. Me hace sonreír escuchar mis propios latidos. Sentirlos, y saberme viva. Viva, con todas las letras. Sonrío.


Camino y pienso. Saco cálculos mentales y protesto por el aumento de los boletos del transporte público. Descarto la bicicleta; no porque no me guste movilizarme en dos ruedas, sino porque me da miedo cruzar estas calles por donde apenas logro caminar.


Camino y observo. Hay personas discutiendo en aquella esquina. Las baldosas flojas que siempre piso y siempre ensucian mis pantalones. El semáforo que me obliga a parar (porque tengo esta rara costumbre de esperar hasta que el paso me sea permitido... hasta entonces, espero).


Un pie tras otro, camino. A veces balanceo los brazos; cuando no, los cruzo. Camino. Porque puedo. Porque de esta manera ahorro unas pequeñas monedas sin las cuales no podría luego volver a casa. Porque hace bien. Porque me distrae. Porque sí.



10 enero, 2009

Capricho musical

Ya no tengo berrinches rabiosos en la mitad de la calle. Ya no más "mami, compráme". Ya no miro con desprecio la remerita que me regalan, mientras envidio interiormente a la muñeca último modelo que le tocó a mi hermana en Navidad. No, ya no.
Ya estoy grande. Grande como para conseguirme las cosas que necesito (más que las que quiero). Grande como para combinar mentalmente la remera negra que me regalaron. Grande como para no empecinarme con imposibles, por más que lo desee con toda el alma.


Viene Damien Rice y da un show en La Trastienda. 
La noticia, además de dejarme pasmada por más de media hora, me hizo saltar de alegría e idear planes alocados. Hasta que el valor de la entrada -y mi situación económica post festividades- pincharon mi nubecita de felicidad. Claramente, estaba fuera de mi alcance.

Aproveché las noches de insomnio para encontrar la solución, porque alguna debía existir. Idear algún plan B, o algo que se le semejara, no sonaba descabellado. Pero pasaban las horas, y los ojos cedían ante el sueño, y seguía igual que antes: con ningún desenlace posible de ser llevado a cabo. 
La frustración de esas dos noches de resoluciones inconclusas dio lugar al enojo. Y con el enojo (más el mal dormir a causa del insomnio que no parece querer irse) sobrevinieron las peleas. Cualquier familiar que se cruzara por mi camino era víctima de una suerte de gritos y respuestas desganadas. Cuando no, se enfrentaban con unos ojos que obligaban a mirar hacia otro lado.

Con mis amigas las cosas fueron distintas. Si bien a ellas también puedo gritarles y demás, no me sale. Pero no me sale porque el silencio viste mis ojos marrones y mi pelo recogido. Monosílabos logran escaparse, por momentos. Hasta que rompo el témpano de hielo que me separa de ellas, y les cuento. Todo. Y entonces todo parece banal, y entonces nos reímos, y entonces vuelvo a ser grande y dejo atrás el enojo. Pero el problema sigue ahí.

"Bueno, yo te ayudo", me dijo mi amiga Juana cuando caminábamos hacia la parada del colectivo. Y la sonrisa se me dibujó de nuevo, y la nubecita de la alegría reapareció con parches multicolores, y los planes alocados volvieron a ocupar mis pensamientos. 
Ya no peleaba con nadie. 
Pero la vida tiene sus vueltas, y hubo un solo detalle que nunca tuve en cuenta. 

Chequeé la información en la página de La Trastienda, e hice click sobre el botón que me invitaba a comprar mi entrada. Aquella que me garantizaba una noche de domingo maravillosa, llena de música de la que a mí tanto me gusta y muy pocos conocen. Motivo por el cual eventos como éstos no suelen ocurrir muy a menudo. Razón más que lógica para mi enojo, antes de contar con la ayuda salvadora de Juana.
Una ventana de Ticketek se abrió. Y ahí estaba: su cara de irlandés descuidado mirando hacia abajo. Al lado, el fin de mis trámites. Escrito con mayúsculas se arrastraba por todas las ubicaciones posibles, dejando cualquier posibilidad sin esperanzas; dejándome nuevamente aturdida por unos largos minutos. Agotado. AGOTADO. A-go-ta-do.


Resulta ser que ya estoy grande, y ya no tengo caprichos inalcanzables. Resulta también que, aunque me empecine e ilusione, las cosas tienen que resultar de cierto modo. Y quizás esto siempre tuvo que tener este desenlace, pero yo no quería que así fuera. 
Me planté con los brazos cruzados y haciendo puchero. Lloré porque lo quería de verdad. Pataleé, grité y hasta me revolqué en el suelo furiosa. Pero de nada sirvió. 

Ahora recuerdo por qué ya no hago berrinches...


 

08 enero, 2009

Viaje Subterráneo

Una chica se maquilla enfrente mío. Un nene de pocos años viaja por primera vez en subte, con sus padres. Un grupo de extranjeros conversa en un perfecto portugués, y sus risotadas hacen eco en los andenes vacíos. Hay tres adultos de camisa celeste, que también charlan. Uno lleva el silbato que pita, cada tanto, permitiendo la marcha del vagón. Se despiden, unas estaciones más tarde. Y yo con mi libretita rosada, escribiendo todo lo que mis ojos curiosos logran descubrir de este mundo subterráneo.

Es mi primer viaje en subte sola, pienso. 
Y la primera vez, también, que tengo que combinar líneas. Llevo, por eso, en la cartera montones de explicaciones, mapas, indicaciones. Llevo en mi interior la misma emoción que aquel chiquito. Llevo estas inmensas ganas de perderme, aunque el temor de no saber qué hacer sea mayor. 

Unas carcajadas teñidas de otro idioma me traen a la realidad. Me sacan de mis pensamientos y me devuelven al vagón con asientos de madera cuya luz intermitente deja al descubierto muchas caras de agobio. 
Acá abajo cada uno es un mundo. Cada uno busca su propia estrategia para subir -como pueda- y bajar, en la estación correcta. Y mi propio mundo se mezcla de pensamientos, de revisiones a los mapas y los guías que indican la cercanía al momento decisivo: el entrecruzamiento de líneas, y sus pasillos confusos.


No iba a ser, sino hasta la vuelta, que me perdiera. Entre una línea y la otra, una simple distracción me encontró caminando por donde muchas personas me dijeron que no fuera: las escaleras de salida. Por primera vez en mis veinte años volví sobre mis pasos, para hacer las cosas bien. Y encontré el camino correcto, por mi cuenta.

Ya con la certeza de que mi mundo subterráneo no podría verse amenazado nuevamente, me entregué al viaje de regreso. Mucho más poblado que el anterior, y con muchos más mundos intentando caber en el pequeño vagón. 
Con el cansancio de los adultos y ya no la emoción del infante. 
Con una prueba superada, para anotar en este año que asoma sus primeros desafíos.
Con Damien Rice, en el reproductor de música.



03 enero, 2009

Insomnio

Me doy vuelta, otra vez. Acomodo las sábanas y pateo los almohadones. Me estiro, pero mi vientre me recuerda que mejor es quedarme como antes. Vuelvo a acurrucarme. No hay caso.
Tanteo el teléfono y presiono una tecla. Cualquiera. Amenazo a la oscuridad de la habitación con el brillo de la pantalla que me da la hora. Tres y diez. De vuelta a colocarlo boca abajo, y vence la oscuridad.

Miro el techo. Muevo los ojos. Me doy vuelta. Acomodo las sábanas. No hay caso.
Converso conmigo misma. Me prometo cosas, y me pregunto otras. Charlo con alguien, pidiendo señales. 
Recuerdo.

Siento los labios secos y al sueño lejano. Siento otra noche sin dormir, que se avecina. Lástima no tener esos tecitos relajantes, compañeros infaltables en la alacena de los desvelados. Pero no en mi casa, porque todos duermen. Todos menos yo.

No tendré solución para atraer al sueño, pero al menos rehumedezco mis labios. Mi garganta. 
La lámpara de la cocina es quien amenaza, esta vez, a la oscuridad de todo el resto de la casa. Miro el reloj de pared. Tres y veinte. Un diario de días pasados, con los acertijos sin resolver, hacen que las agujas del reloj se muevan un poco más rápido. Cuatro menos cuarto, y el diario abandonado en la mesa de la cocina.

De vuelta entre las sábanas, cierro los ojos. Prendo el reproductor de música, pero me avisa que la pila no durará mucho tiempo. A las cuatro, se apaga. Y yo sigo sin dormir. 
Me doy vuelta otra vez. Acomodo las sábanas otra vez. Pero no hay caso.

Siento un ligero caminar sobre el piso de parquet. Me levanto y saco a la dueña de aquellas cuatro patitas a la cocina, donde debería descansar. Llevo hojas en blanco y una lapicera. Cuatro y cuarto.
Escribo. Tacho. Rompo hojas. Escribo de nuevo, con otras oraciones tachadas. 
Apollo mi cabeza entre mis brazos, sobre la mesa. Me quedo pensando, mirando el reloj, mirando hacia el cielo oscuro del patio. Y me duermo. No mucho.

Ya son más de las cinco y el oscuro cielo se convirtió en un juego de azules y celestes. Un precioso degradé azulino brilla afuera sólo para mí. Y retomo la escritura, entre bostezos. Y pienso el título. Y recreo la imágen.
Miro por la ventana hasta que este espectáculo culmina, dando por resultado un amanecer. Vuelvo a mis sábanas, a mis vueltas, al teléfono que me advierte que son casi las seis de la mañana. 

Con los ojos cerrados y el sueño abrazándome, sonrío al pensar que este insomnio, en realidad, sólo quería mostrarme este amanecer. Mi primer amanecer de este año nuevo.