Cuenta la leyenda que Dédalos fue encarcelado junto con su hijo Ícaro en una torre de Creta.
Y cuenta también que el mar y la tierra que circundaban la isla estaba custodiada por Minos, el rey de la misma.
El mito continúa con Dédalos enlazando plumas hasta formar dos alas que le permitieran a su hijo volar, escapando de esa manera de la prisión a la que habían sido destinados
ya no recuerdo por qué.
La cuestión es que Ícaro desobedeció a su padre y terminó por acercarse al sol,
el cual derritió la cera que mantenía unidas a las plumas,
cayendo irremediablemente al mar.
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Ícaro tendría que haberse escapado un día nublado. Como hoy.
Hace un tiempo atrás, en una mañana de miércoles frío y receso invernal boicoteado por exámenes pendientes, armaba un avioncito de papel que llevaba un mensaje de adiós en sus renglones. Eran mis letras las que adornaban las alas del aeroplano que jamás supo volar y que nunca se extendió por los aires hasta llegar a los ojos de donde solían colgarse mis pensamientos. Era una canción invadida de preguntas sin respuesta el contingente que se sometía a la frágil travesía de sobrevolar una típica tormenta de Julio que daba tregua sólo al amanecer. Eran mi escape y punto final aquél avión, aquellas letras, aquél adiós.
Estaba lejos, muy lejos de casa.
Estaba sola -también- esa mañana de miércoles. Excepto por mi avión, por Glen Hansard y por el perro que cada tanto ladraba desde el patio.
Caminé hasta la plaza más cercana para presenciar el despegue de una despedida en papel que nunca me obsequiaron en carne y hueso.
No solté pañuelos blancos al aire, ni mis manos se movieron en un vaivén frenético. No se perdió mi mirada en un horizonte infinito, ni se me nubló el foco. No dije ninguna palabra, ni emití ningún sonido. En mi silencio, en mi quietud, en mi cautelosa manera de remontar ese avión de papel existía un pacto silencioso para conmigo misma: el de iniciar el interminable proceso del desapego.
Y así fue como regresé a la rutina. Como regresé a casa.
Después de ese viaje, nunca más .
Hasta ahora, que me toca volver vestida de fiesta. Con la invitación de un casamiento en una mano y el alma siempre tan sensible en la otra. Haciendo eco con los tacos para ahuyentar el sonido que hacen mis pensamientos cuando se vuelven en mi contra. Enfundando la tristeza para cuando vuelva a casa, con un nuevo intento pendiente.
Vuelvo tal como me fui aquella vez. Con la certeza de que siempre (pero siempre, siempre) me cuesta horrores este tema del desprendimiento.
Olvidarte la contraseña de la cuenta que tenés en la biblioteca de la facultad y por ese motivo intentar tres o cuatro posibles combinaciones de fechas-números-letras cada vez que querés sacar un libro.
Perder tres bufandas en un lapso de tres meses (justo lo que dura el invierno), o dejar el paraguas en cualquier lado.
Poner el despertador a las ocho de la mañana para aprovechar el día de estudio, y levantarte solito antes de que suene la alarma (y no volver a dormir, claro).
Enterarte sobre la fecha del casi exclusivo recital que tu artista favorita dará (quizás por única vez) y al momento de comprar la entrada, que figuren agotadas.
Cosas que te pasan si sos Flori.
Cambiar la por-siempre-cómoda combinación depantalones más zapas de lona por una pollera y sandalias, y que llueva.
Incurrir en fármacos que ayudan a recordar, en épocas donde muchos proclaman olvidar.
No figurar en la lista de alumnos que tienen que rendir el recuperatorio para el cual te súper preparaste (y como consecuencia tenés la preciosa sensación de saber mucho).
Que te aplaudan, silben y feliciten un montón de desconocidos porque aprobaste misteriosamente sin necesidad de dar el recuperatorio.
Irte con una cuota de buen humor y alegría, que ya empezaban a escasear en tu vereda, y con la preciosa sensación de saber tanto.
Regularizar la materia que habías decidido dejar. Y sentir que, de alguna manera, te arrebataron el festejo.