No es mi culpa si no atiendo alguno de los tres llamados diarios que recibe mi celular, ni respondo los incontables mensajes que llenan el buzón de entrada siempre bajo el mismo nombre. Mucho menos la falta de ganas que siento, a veces, de hacerlo.
No es mi culpa que me quede con besos guardados en algún rincón del alma, que escatime cumplidos y niegue los que recibo, que frunza el ceño cuando escucho promesas.
Es que de tanto silencio uno se acostumbra a la quietud; de tanto hablar para nadie, de tanta falta de atención, uno va olvidándose de preguntar, comentar e incluso destacar los pequeños detalles que se camuflan entre la rutina.
De tanto recorrer las calles sin compañía, siguiendo el acoso del reloj y tras la estela del estado de ánimo, terminé por olvidarme cómo era eso de seguir el paso de otra persona, a frenar en los semáforos en rojo como excusa perfecta para darle luz verde a los besos tiernos, a caminar sin apuro por barrios nuevos con los últimos rayitos del sol veraniego como testigos.
Pasa que de tanta decepción, de tanto dolor, de tanto miedo, me volví arquitecta de mi propia coraza y levanté un muro difícilmente penetrable detrás del cual puedo guarecer besos, te quieros, y demás palabras que no me salen decir por temor a que se desvanezcan apenas las dejo libre. Porque el espacio que dejan cuando nadie se las guarda para sí es tan frágil que se quebraría fácilmente, incrementando el miedo, el dolor, la decepción.
No es culpa mía esta costumbre de preservarme, lo sé.
Y sin embargo vos estás ahí, queriendo saber por qué -de pronto- me quedo en silencio con el ceño fruncido mientras hablás de promesas que no me interesa escuchar, apurando mis pasos. Dándote la espalda. Detrás de mi coraza.