02 noviembre, 2013

Encuentros

Tuvimos un gran reencuentro luego de casi cuatro meses de ausencia. Cuatro meses en el que el teléfono era nuestro nexo hasta que decidí dejar de atender sus llamadas porque el dolor, este maldito dolor, se apoderó de lo más preciado que habíamos creamos. La confianza. 
Se me llenó de duda la esperanza y se tiñó de gris mi voz cuando leí -sin querer hacerlo- que quizás ya estuviera ocupado el puesto de ser su compañera en esta vida. Se me estrujó el corazón de sólo imaginar que no era yo quien le preparaba el café con leche a la mañana, y que eran otros labios los últimos en rozar los suyos al final de cada día. Me quedé sin aire al darme cuenta que en la misma cama donde hicimos el amor más que la guerra, hoy había un cuerpo ajeno al nuestro. 

Fue un lindo reencuentro, luego de haberlo sabido tan solo como yo. Durmiendo ocasionalmente con amantes pasajeros. Preparando nuestros propios café matinales (o sólo un té en mi caso). Sonriendo cordialmente a la vida, y cada tanto al recuerdo de una convivencia que marcó nuestra historia.

Fue un reencuentro acordado por los dos. Por nuestras ganas de vernos. Por su mano en mi cintura. Por la mía buscando entrelazarse con la suya. Por el beso que me dio, sorprendiéndome. Por el beso que le di, respondiéndole. 

Por el vino.
Por el silencio.
Por la ropa en el piso.

Por la promesa de otro encuentro. Y otro. Y otro más...




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