Tengo un terrible temor a las arañas. No importa si son pequeñas, no importa si son inofensivas, no importa nada de eso. Me dan mucho miedo. En serio.
(Sino preguntale a mi Hermano Pequeño, que en más de una ocasión ha tenido que responder -zapatilla en mano- a mis gritos desesperados)
No me gusta cocinar, y por el momento no pretendo poner energías en hacer que me agrade. Quizás no sea como mi Mamá o mi Abuela, que guardan con recelo sus propias carpetitas con recetas arrancadas de la revista del domingo.
No sé pelear. Y tampoco me gusta.
No logro mantenerme enojada por mucho tiempo, ni es sencillo hacerme perder la cordura. ¡Si me paso la vida intentando mediar entre situaciones conflictivas!
No te rías, pero me pone nerviosa viajar en auto. Prefiero el subte, o un colectivo.
En aquellos viajes donde no tengo otra opción, muerdo mis uñas o sino mis labios. Inconscientemente. A menos que me den charla, y me distraiga.
Hago bolitas de papel con las servilletas. Minúsculos bollitos que tal vez signifiquen algún desequilibrio emocional.
Muchas veces he llegado a armar dibujos con ellos, o simples montañitas sin sentido. En otras ocasiones, sirven de municiones para traerte de vuelta al mundo real.
Heredé los genes de la miopía, de Papá. Y la baja estatura de Mamá.
Hablo poco, y callo mucho. Pienso rápido y doy vueltas.
Lloro más de lo que debería.
Ya ves, lejos estoy de ser perfecta.
Pero puedo transformarte en un verdadero héroe al sólo desenfundar una zapatilla. O bien enseñarte a preparar una ensalada de arroz, atún, tomate, huevo y mayonesa a la distancia.
Puede pasárseme el enojo de hace unos días, con sólo ver un mail que lleva tu nombre en mi bandeja de entrada. Sin decirte nada, porque no vale la pena.
Y hasta tengo la altura perfecta para que, cuando me abraces, mi cabeza quede en el huequito que se te forma debajo de la clavícula, ahí, cerca del hombro (y tus labios queden justo en mi frente). Como si encajara, en vos.