30 abril, 2009

Lápices de colores

Tengo una caja de lápices de colores sin estrenar que Juana me regaló, una vez. Tienen todavía sus puntas afiladas y siguen manteniento la misma longitud que sólo los lápices nuevos tienen. Buscando otras cosas, hoy me encontré con ellos: doce palitos ordenados por sus tonalidades, esperando algún día que alguien los use.

Guardo la caja dentro de mi placard, lejos de las manos artísticas de mi Hermana y de las visitas inusuales de una pequeña pseudoprimita que los miraría con ojitos de por-favor-prestáme. Lejos de mis ganas de volver a ser chiquita sólo para pasar toda una tarde pintando dibujos, acortando el largo de los lápices, y coloreando unas formas a mi antojo. Inventando un cielo blanco y creando nubes azules con sonrisas y pestañas alargadas. Sembrando flores gigantes en un césped de verdes rayas que semejan un jardín en primavera.

Es tonto guardarlos, lo sé. Pero, ¿para qué quiere un adulto una caja de lápices de colores a mano, si no se puede colorear un exámen, ni mucho menos dibujar una sonrisa con el grafito anaranjado en los labios resecos de tanta ausencia? ¿De qué me sirven los doce colores, si no sé con cuál pintar la distancia, el miedo, o la injusticia con la que hay que convivir todos los días? ¿Cuál sería el objetivo de acercarlos a mi rutina, si por más que les saque punta hasta dejarlos casi insostenibles, mis dedos de adulto no se achicarán, ni la camisa gris se transformará en un tierno vestidito azul haciendo juego con las hebillitas que sostienen mis rulos rubios y despejan mi frente de un flequillo impuesto por Mamá? 


Están guardados. Lejos de todos, y cerca de nadie. 
Y quiero usarlos. Hoy. Que me los encontré, de casualidad, y me dieron ganas de volver a ser chiquita. Para pintar cielos con nubes azules y soles sonrientes. Para sembrar una hoja con margaritas del mismo tamaño de los hombres-palito. Para que se me cansen los dedos de tanto hacer fuerza en el intento por colorear un enorme jardín verde, en esta tarde de otoño.

Para que el tiempo vuele, y no me preocupe por ello.
Para que se me desprenda esta suerte de desgano, y pueda retornar a mis clases.
Para estrenar los lápices de colores que me regaló Juana, una vez.


27 abril, 2009

2020


[para Cosme,
aunque nunca lo leas]

Hace dos años socorrías un ataque de pánico mío en el ascensor que nos llevaba a la biblioteca de la facultad. Éramos recién ingresados, y preguntábamos a cada persona que pasaba en qué piso debíamos detenernos, dónde girar y a quién pedirle el manual de anatomía que buscábamos. Éramos compañeros de estudio, y ya nos sentíamos cercanos sólo por compartir ese sentimiento de incertidumbre que caracteriza a los ingresantes. 

Hace dos años me hablaste serenamente, y me propusiste un ejercicio para calmar esa incontrolable inquietud de sentirme no apta para soportar las demandas de la carrera. Me pediste que me imaginara diez años más adelante. Y preguntaste cómo me veía.
No te respondí, porque no pude hacerlo. No veía a una Flori ya médica, pero tampoco vi alguna profesión en particular. 


Unos días atrás, me encontré con un boleto de colectivo bastante peculiar: estaba fechado en el año 2020. Quizás por error de la máquina expendedora de boletos. Quizás por curiosidades de la vida. Quizás para hacer que, durante todo el día, me imagine en ese año.

Me sorprendió ver una Flori no sólo médica, sino también especializada en algo que no supe discernir. Vi también un trabajo que acarreaba algunas noches sin dormir, pero a la vez descubrí satisfacción y realización en los ojos de aquella versión adulta de mí.  Vi comienzos de lo que podría ser una familia, aunque quizás terminara todo en un corazón roto y varias desiluciones. Vi sacrificios y algunos lamentos, también. Probablemente mucho más sabia, y quizás un poquito más desconfiada. Pero sonreía, como suelo hacer cuando me siento bien con lo que hago.


Hoy volvimos a encontrarnos en la biblioteca de la facultad, solo que, esta vez, nos juntaba para rendir el exámen de Microbiología. Charlamos un poco y después nos separamos (como hace un tiempo atrás).
Fue mientras retornaba a casa cuando me di cuenta que te debía algo. Ahora que estoy cargada de esperanzas nuevas, ahora que no dudo en proyectarme a futuro, ahora que un simple boleto mal calibrado me lleva en un viaje a aquél ascensor, a aquella tarde, a aquél ejercicio improvisado... ahora es cuando siento que te debo esta reflexión

Asique, acá está. 
Gracias.

23 abril, 2009

Decíme





¿Cuántas ilusiones podés embalar en una caja de cartón? ¿Cuánta felicidad podés capturar en bollitos de papel de diario, para proteger su fragilidad instantánea? ¿Qué cantidad de recuerdos ordenás meticulosamente entre vasos de vidrio y platos regalados, para siempre?

¿Qué hacés con las cortinas del baño, las ollas, las mil cucharas distintas (para esos mil platos distintos que nunca cocinaron), los tupper de colores, las ensaladeras, los adornos del living? ¿Dónde acomodás el rencor, la desconfianza, el insomnio, la incomodidad? 

¿Cómo hacés para acostumbrarte al silencio y no molestarte por ello?


Decíme vos, que sabés más que yo, ¿a dónde va lo bueno?






16 abril, 2009

Esperanzas renovadas

La desventaja de estudiar una carrera larga no son los años de dedicación y constancia, como la mayoría cree. No es resignar fines de semana de descanso para poder estar al día con las clases, ni olvidar el significado de la palabra vacaciones. Tampoco lo son las desquiciadas decisiones que tomamos para acortar, aunque sean unos pocos meses, el interminable camino al título que nos certifica como profesionales.

La verdadera desventaja de estudiar una carrera larga, reside en el agobiante sentimiento de saber que todavía falta. Mucho. Poco. Pero falta.

Así entré hoy a la facultad. Refunfuñando por la tardanza del colectivo, a causa de una disminución en los carriles de la avenida Corrientes. Sorteando a los señores que están arreglando los caños de gas de la facultad, y sus materiales. Sintiendo el peso de los años que todavía me quedan de esta rutina monótona.

Así entré, y así los vi. Montones de trajes y corbatas, zapatos elegantes y vestidos hacían sentir incómodos a mi jean y a mis zapatillas de lona. Peinados de peluquería y algún que otro ramo de flores terminaban por completar el panorama.
Hay juramento, hoy, sentencié.

Subí al piso doce, y presencié mi clase. 
Mientras bajábamos por las escaleras, una vez finalizada la cursada, sentimos los cariñosos aplausos que felicitaban a los médicos recibidos. Una de las puertas del aula magna estaba abierta, y entré a chusmear. 

Entre señoras elegantes, emocionadas y efusivas, estaba yo. Viendo la satisfacción en los ojos de esos estudiantes que llegaron. Que gritaban. Que revoleaban los brazos mientras sostenían sus diplomas.
Entre aplausos estruendosos renové mis ganas de seguir. Conté los años que todavía faltan para que esa alegría particular ronde mis ojos, y me di cuenta de que estoy en la mitad. Llevo tres años de carrera, y me faltan otros tres (mínimo) para el título.


Salí de la facultad nuevamente esperanzada. Ya no importaban los señores que arreglaban los caños de gas, ni el colectivo que tarda quince minutos más en llevarme de regreso a mi casa. Ya no me voy a ofuscar al escuchar que alguna compañera del secundario felizmente se recibió de maestra jardinera, o es decoradora de huevos de pascua, o las dos cosas.

Yo estoy en la mitad. Con ganas nuevas.



11 abril, 2009

Viendo morir un amor

De repente, algo se rompe. Pequeñas grietas, apenas perceptibles, se hacen presentes y por ellas se dejan escapar diminutos e intangibles trocitos de magia. Esa misma magia que, en un momento, los rebalsó de alegría. Que supo llenarles los ojos de ese brillo especial que sólo los enamorados llevan, y que permitió albergar mariposas en cada espacio de sus cuerpos.

Con el tiempo, las grietas confluyen. Aparecen fragmentos de lo que un día estaba intacto, y la pérdida es cada vez mayor. 
Desesperados, comienzan la búsqueda de métodos para arreglar lo que ya está roto. Queriendo contener la mayor cantidad de magia que todavía no se disolvió en el aire, ni se acumuló en rincones inalcanzables; queriendo salvar el amor... intentan.

Pero en el medio, hay reproches tardíos. Víctimas y victimarios. Culpables. Brazos cruzados en señal de desacuerdo. Silencio. Intentos, que sólo consiguen incrementar el daño con palabras que no se retractan. Una magia invisiblemente perdida, ya, en algún lado. 

Ilusos fueron al creer que con cinta de papel se arreglarían las grietas. Ingenuos, al intentar crear más magia (cuando ésta surge esporádicamente en cada sonrisa, en cada gesto de amor, en cada mirada cómplice). Egoístas, por querer revivir aquello que les alimentaba el corazón (y que ahora moría), sólo para volver a sentirse bien.

Hasta que un día como cualquier otro, alguien dice basta. Termina ignorando los fragmentos estallados que yacen desparramados en el piso del departamento, y barriendo los pocos montoncitos de magia que quedaron olvidados en algunas pocas esquinas. Termina por darse cuenta que no hay intento que valga la pena, porque ya no hay nada por salvar.

Y entonces dibujan un punto final en la historia, con marcador indeleble. 
Y entonces hay un acúmulo de bolsos en la puerta de lo que alguna vez fue un hogar. 
Y entonces un adiós escueto, con un beso fingido y desconfiado, inicia un camino que se bifurca, a partir de aquella mañana como cualquier otra, en la que uno de los dos tomó coraje y decidió terminar con cualquier intento por recomponer aquello que se agrietó.




Es realmente triste ver morir un amor.
Pero más triste es cuando el protagonista de ese amor que muere, es un hermano. Un Hermano Grande.


04 abril, 2009

Como antes

No hay mejor panorama que éste que me ofrece el balcón del departamento de mi abuela, donde desde hace unas semanas he estado refugiándome y conviviendo con mi malhumor y mi desorden.

Es la mañana de un sábado otoñal, y pese a que estas calles siempre son transitadas, hoy pareciera ser la excepción. Pues no veo más que solitarios paraguas en espera a unas gotitas que llenen de sentido al cielo gris, y algunas pocas camperas abrigadas que certifican el comienzo de un nuevo otoño.

Ya para este entonces no hago más que limpiar cada rincón y devolver todas las cosas a su lugar original. Cada taza, cada cubierto, cada jarra. El mantel tejido al crochet, nuevamente a la mesa. Los sillones, acomodados, con sus minúsculos almohadones blancos haciendo juego. Las miguitas delatoras de desayunos en la cama, derecho al balcón. Y allí las plantas, sobrevivientes de mi estadía y mi constante olvido por regarlas, vivas.

Sólo resta repasar algunas esquinas del pequeño departamento, donde todavía quedan rastros de una crisis nerviosa y varias lágrimas. Producto de una semana que me enseñó que, pese a que lo intente, hay cosas que simplemente no puedo controlar.

Fue ese sentimiento de impotencia lo que hizo tambalear mi equilibrio interno, en conjunto con una serie de banalidades que resultan importantes para mi rutina. Pero verlo tendido frente a mis pies, sin posibilidad de siquiera recomponerse, desencadenó unos días de mal humor y discusiones. Sin mencionar las noches de mal dormir, y el silencio al que tuve que acostumbrarme al escoger asilarme en el departamento. Sola.


Pero alguien una vez dijo, sabiamente, que no hay mal que dure cien años. Y aunque esta semana de puros vaivenes emocionales, de soluciones que no llegan, de descomunicación, me haya parecido casi tan larga como un siglo, finalmente llegó a su fin.

Se van con ella el enojo y la bronca, acompañados por la soledad y el silencio. Retornan las sonrisas y el buen ánimo, junto con un módem que vuelve a funcionar y la espera por un nuevo chip para mi celular.

Poco a poco, todo vuelve a como era antes. Antes de la crisis nerviosa. Antes de la impotencia. Antes del malhumor.

En este sábado gris de paraguas esperando una tormenta y camperas aislando al frío, repaso los últimos rincones del departamento de mi abuela. Pensando que vuelvo a estar como antes. Nuevamente comunicada. Internamente equilibrada. Igual de desordenada.


01 abril, 2009

Sleeping to Dream

Un día, Jason Mraz compuso esta canción. Quizás entre insomnios parecidos a los míos, donde el recuerdo de sonrisas que hoy se encuentran lejos juega con el silencio que inunda la habitación. Quizás con algún café con leche semejante al que me acompaña en cada madrugada, cuando mis ojos deciden abrirse y el sueño se escapa por la ventana. Quizás mirando alguna foto en particular, o imaginando rostros.

Lo cierto es que, un día, Jason escribió esta canción.
Y una madrugada, como la de hoy, yo la escuché. No por primera vez, aunque sentí lo contrario.

Desmenucé cada acorde, interpreté cada palabra, imaginé cada frase. Pausé cada silencio, cada bocanada de aire que se le escucha tomar. Lo recreé, en mi oscuridad.

Cerré los ojos, y lo escuché.


Cierren los ojos, y escuchen.
Desmenucen. Interpreten. Imaginen.
Pausen.
Y vuelvan a escuchar, si quieren.