Guardo la caja dentro de mi placard, lejos de las manos artísticas de mi Hermana y de las visitas inusuales de una pequeña pseudoprimita que los miraría con ojitos de por-favor-prestáme. Lejos de mis ganas de volver a ser chiquita sólo para pasar toda una tarde pintando dibujos, acortando el largo de los lápices, y coloreando unas formas a mi antojo. Inventando un cielo blanco y creando nubes azules con sonrisas y pestañas alargadas. Sembrando flores gigantes en un césped de verdes rayas que semejan un jardín en primavera.
Es tonto guardarlos, lo sé. Pero, ¿para qué quiere un adulto una caja de lápices de colores a mano, si no se puede colorear un exámen, ni mucho menos dibujar una sonrisa con el grafito anaranjado en los labios resecos de tanta ausencia? ¿De qué me sirven los doce colores, si no sé con cuál pintar la distancia, el miedo, o la injusticia con la que hay que convivir todos los días? ¿Cuál sería el objetivo de acercarlos a mi rutina, si por más que les saque punta hasta dejarlos casi insostenibles, mis dedos de adulto no se achicarán, ni la camisa gris se transformará en un tierno vestidito azul haciendo juego con las hebillitas que sostienen mis rulos rubios y despejan mi frente de un flequillo impuesto por Mamá?
Están guardados. Lejos de todos, y cerca de nadie.
Y quiero usarlos. Hoy. Que me los encontré, de casualidad, y me dieron ganas de volver a ser chiquita. Para pintar cielos con nubes azules y soles sonrientes. Para sembrar una hoja con margaritas del mismo tamaño de los hombres-palito. Para que se me cansen los dedos de tanto hacer fuerza en el intento por colorear un enorme jardín verde, en esta tarde de otoño.
Para que el tiempo vuele, y no me preocupe por ello.
Para que se me desprenda esta suerte de desgano, y pueda retornar a mis clases.
Para estrenar los lápices de colores que me regaló Juana, una vez.