Hay pocas cosas peores que un dolor de muela y creo que hasta podrían caber en los dedos de una mano. Algunas rupturas amorosas, algunas desiluciones, determinadas malas noticias, tienen ubicación casi preferencial en el top five de los peores males.
Como si no bastara con la molesta sensación que produce un dolor de muela, que muchas veces nos deja con los ojos apretados y los puños bien cerrados esperando que el malestar pase rápido, todo lo que uno come o beba irá directamente hacia el foco doloroso. El cepillo de dientes dejará la delicadez de lado y el hilo dental insistirá hasta cortarse. Incluso la propia lengua pasea, toca o simplemente roza la zona en cuestión, revelando la necesidad que tenemos -a veces- de saber que el dolor está ahí, que no se fue. Que es real. Que todavía lo sentimos.
Algo semejante sucede a veces con las relaciones amorosas. Con esas que segregan lágrimas por doquier, sangran recuerdos y molestan hasta el punto de hacernos perder la paciencia y ganar irritabilidad. Con esas que perduran incluso cuando no hay nada más para decir.
Seguimos insistiendo en lo que no será nunca; seguimos recordando, queriendo, hablando; seguimos haciendo de cuenta que algún día todo se revertirá y los astros se alinearán a nuestro favor y entonces todo lo soñado, todo lo planeado, se volverá real. Seguimos tocando con la yema de los dedos el foco doloroso de nuestro interior, para sentir que está, que es real, que no se fue. Para sentirnos vivos.
En vez de ponerle punto final al asunto, porque hacerlo es incomnmensurablemente angustiante; en vez de pactar una visita al odontólogo, porque a quién le gusta que le saquen una muela; en vez de frenar el dolor, lo seguimos alimentando cada vez más. Con cada recuerdo, con cada canción, con cada roce masoquista de la lengua.
Así empezó mi 2010.
Con un dolor de muela, por el momento soportable.
Y con un dolor bien en el centro del alma, el cual tengo miedo que no se vaya más.