¿Cuántas personas detendrán su rutina para verte siempre firme, allá arriba, custodiando el regreso a casa, los reencuentros nocturnos y las cenas en familia? ¿Cuántos serán los que, como yo, fijan sus ojos cansados de tanto vaivén en tu halo blanquito adornado de estrellas y satélites? ¿Cuántos te hablan, te piden, te cuentan los últimos chismes de su amor, te extienden en promesas, te regalan, te obvian?
Cuántos serán los que envidian tu lejanía con este planeta rebalsado de personas que mutan del bien al mal en cuestión de segundos, que dan todo lo que pueden pero después van quitando aquello que no se devuelve, que hablan tanto aunque hagan poco.
Y cuántos serán los que, embelesados con tu cercanía a las estrellas, desean con todas sus fuerzas llegar hasta allá y llenarse de luz.
Sé que son varios los que piden un pedacito tuyo como muestra de amor. Como si al alcanzarte, al pellizcarte y arrancarte un gajo, el cariño que se tienen no fuera a desaparecer en la primer ventisca. Como si fueras vos la prueba segura de algo tan volátil y delicado como lo es enamorarse un día de alguien que parece perfecto incluso en sus imperfecciones.
Tengo miedo de levantar la vista un día (como hago cuando vuelvo a casa con los ojos cargados de sentimientos), y que no estés. Que de tantos cachitos que te roban, desparezcas. Que de tanto prometerte en vano, te deshagas. Que de a poquito, pedacito por pedacito, te vayas quebrando y termines por estallar por cada vez que te nombran en juramento hipócrita.
Porque entonces, cuando ya no estés, nadie va a frenar su rutina para admirarte: lejana, inamovible, serena. Nadie va a envidiar tu halo blanquito, ni las pintitas estelares que te rodean van a tener sentido.
Y yo... yo no voy a tenerte como confidente ni mensajera.
Por eso nunca, pero nunca-nunca, voy a pedir que te bajen en un cofrecito de cristal como muestra de amor.
Qué feo es sentir que el cuerpo ya no alcanza para contener las ganas locas de desencadenar una guerra de almohadas que termine con mi malhumor y que sea la excusa perfecta para dejarme ganar mientras te ahogás de alegría. Qué horrible creer que me sobran abrazos casi tanto como me faltan besos. Cuán aburrido tararear una canción durante todo el día y que, al llegar a casa y subirle el volúmen, bailar sin compañía que me haga dar vueltas hasta marearme y caer al suelo con un ataque de risa imparable.
Qué fastidioso se vuelve percibir mi propio perfume, oír siempre las mismas excusas, recitar casi de memoria la cronología de poco más de veinte años que me llevaron a donde estoy mientras los ojos que me miran van cambiando de claros a oscuros, de oscuros a claros. ¡No sabés cuánto cuesta hacerle frente a la sanata de sin sentidos que intentan venderte con tal de sumar una victoria más en el panel de las conquistas!
Qué molesto es que se me antoje no querer dormir sola, y pedirte que te quedes aunque sea por única vez. Que atajes mis brazos, que contengas mi cuerpo, que me regales besos.
Aunque mañana te lleve lejos tu rutina o mi desinterés.
Aunque con el sol asomando allá afuera se desvanezca toda la fantasía que podamos crear acá adentro.
Aunque después de esta noche vos vuelvas a desaparecer y yo continúe sumergiéndome en nuevas búsquedas.
Me dijeron una vez que cuando se te quedan las palabras en la garganta, sin salir, bien guardaditas, ahí donde no molestan más que en alguna u otra noche de insomnio o en esos típicos domingos memoriosos; cuando sientan campamento entre los cartílagos de la tráquea y se clavan a ella sin dañarla o produciendo leves cosquilleos que se traducen en carrasperas pasajeras; cuando no van ni para arriba (y son dichas de una buena vez) ni para abajo (deglutiéndolas, desmenuzándolas, digiriéndolas); cuando se incrementan con cada frase nueva que no se dice, con cada respuesta mal dada, con cada lamento, cada reproche, cada mentira, cada verdad... Me dijeron una vez que cuando algo así pasa, uno pierde la voz de repente.
Yo llevo diez horas de no poder hablar. Lo primero que me preguntó Juana cuando le conté, fue qué era lo que no podía tragar. Y dándole vueltas al asunto me doy cuenta que no es algo que no pueda tragar, sino todo lo contrario: algo que no me sale decir.
Acá está.
Ahora sólo resta esperar a que el vacío que siento justo en el huequito que se me forma en la unión de los dos extremos de las clavículas con el esternón desaparezca, y me vuelva la voz.
Noche de viernes de verano en la costa, sin planes. Una porción de tarta de verdura, otra de jamón y queso, Francella en la televisión pública y el ventilador que hacía un recorrido semicircular en el comedor.
Un mensaje nuevo.
Cumple de XX en un pub. Las pasamos a buscar a las 12, estén listas.
Mientras una hacía volar los platos, la otra los atajaba y lavaba. Mientras Francella actuaba los últimos minutos de su película, las remeras hacían pilas sobre la cama y los zapatos en el sofá. Mientras el ventilador iba y venía, los rulos desaparecían, el rimmel alargaba pestañas y mi Kenzo perfumaba el departamento.
A las doce estábamos listas: el timbre sonó a la una; diez minutos más tarde estábamos abajo.
A las dos menos cuarto llegamos al pub y pasados quince minutos de incomodidad le pedí a mi amiga de irnos a un lugar más lindo, donde se pudiera bailar sin tener miedo a ser secuestrada por un lugareño y despertar sin alguno de nuestros preciados órganos. Me dijo que no, después de reírse un rato.
A las dos y algunos minutos me señalaron a XX: una chica algo grande que festejaba feliz dando vueltas con sus amigos algo grandes, también.
La saludé con un feliz cumpleaños, me respondió con un abrazo. Le pregunté por las velitas, los regalos y no me acuerdo qué más. Me contó de sus veintinueve, se rió de algún comentario que hice y no me acuerdo qué más.
Sólo sé que en un momento mi amiga me apartó. Ella, el primo y la novia del primo. Estallados en risas.
Flori, no seas tan simpática con XX, me advirtió mi amiga.
¡La novia te está mirando mal!, remató la novia del primo de mi amiga que conocía mucho a la cumpleañera.
Volví a pedirle a mi amiga de irnos a otro lado, pero esta vez con el argumento de que la novia de XX podía hacerme pedacitos con sólo mirarme, porque la idea de ser secuestrada y despertar sin un órgano ya no parecía tan tenebrosa. Volvió a decirme que no, y a reírse un rato.
La noche siguió con un show, un lugareño-pesado que me soplaba la espalda porque hacía calor, el primo de mi amiga borracho y dos taxis esperando afuera del pub antes de las cinco de la mañana.