Un par de retos, tres consejos y "yo te ayudo" fueron suficientes para desenterrar mi banderita blanca y, en consecuencia, alzarme nuevamente en pos del esfuerzo y el intento. La empatía y el cariño fraternal que mis compañeros tienen para conmigo fue el arma que utilizaron para convencerme de que no perdía mucho (en realidad, no perdía nada) si me decidía por hacer un último esfuerzo.
Revisamos cronogramas, armamos planes, reorganizamos clases, desarmamos lo planeado y volvimos a empezar. Así por un buen rato, hasta que todo encajó.
Y yo te ayudo.
Y está bien, gracias.
Le siguió un fin de semana con lecturas maratónicas, almuerzos casi merienda, bacterias-hongos-parásitos-virus, risas, chistes sin sentido, café con galletitas, su casa, el departamento de mi abuela. Y mil y una excusas para no rendir la materia que había decidido dejar setenta y dos horas antes.
Lo cierto es que fui. Lo intenté. Me presenté al exámen, pero con la condición de que si me iba mal el abandono sería definitivo; de manera contraria si yo aprobaba, seguiría con la materia.
Entré ansiosa.
Resolví los casos clínicos mientras mis piecitos se balanceaban en el aire.
Pinté los circulitos de las respuestas correctas.
Entregué el exámen, firmé, agradecí y me fui.
Afuera me esperaban todos, con caras raras. Y más afuera el cielo se desarmaba en gotas y truenos.
Adentro todo era impaciencia y espera, hasta el momento en que publicaron las respuestas correctas.
Sí, aprobé.
Adiós a mi amenaza de abandono.
Hola al último esfuerzo.