Era costumbre, tiempo atrás, recibir para cada Navidad un cuadernito de tapa dura con hojas en blanco y perfumadas, y un candado cuya llave yo procuraba mantener escondida. Fue costumbre, por unos años, regalar diarios íntimos a las niñas de la familia. A mi hermana, y a mí.
Hoy en día nadie regala esas cosas. Hoy en día las nenas no escriben cómo se les desbarajustó el corazón cuando el chico lindo del colegio jugueteó con una de sus trenzas. Hoy ya casi no quedan niñas que atesoren esa llavecita que permitía la entrada al mundo secreto de las ensoñaciones infantiles. Mundo al que los adultos no tienen permitido el ingreso, no sé si por temor a quebrar tanta inocencia junta con alguna burla, o simplemente porque ese espacio ya no les corresponde.
Sea como fuere, a mis padres les ganó la curiosidad una tarde de domingo donde algo se celebraba. Motivo por el cual mi casa estaba llena de gente, llena de adultos, que insistían en participar de aquella especie de exhibición gratuita de nuestros secretos.
No nos daban las manos, con Hermana, para arrancar las hojas donde quedáramos coloradas de la vergüenza. Donde hablábamos de decisiones injustas (para nosotras) de nuestros padres. Donde imaginábamos ese primer beso con el chico que corría por el patio de recreo con los cordones desatados. Arrancábamos las hojas donde esos adultos crueles, que pedían entusiasmados participar de nuestra infantil intimidad, pudieran burlarse o enojarse.
Después de ese episodio el tiempo pasó muy rápido. Irremediablemente adolecimos, crecimos, y dejamos de guardar esas llaves cuyo candado custodiaba lo más preciado que teníamos. Que tenemos.
Ahora es el silencio quien cumple ese rol. Ahora desviamos la mirada e inventamos alguna excusa cuando sabemos que la verdad puede dejarnos vulnerables, o bien puede resultar desagradable para un otro. Ahora ocultamos opiniones o decisiones, y tapamos con sonrisas forzadas la tristeza que se nos forma de tanto mentir.
"No van a entender". Y nos atajamos de antemano con esa premisa que damos por sentado. Sin siquiera intentar, sin darles una oportunidad para comprender.
"No quiero generar problemas". Y creamos una pelea imaginaria que separaría amistades, que disolvería fraternidades.
"No es de su incumbencia; es mi vida". Y construimos una muralla infraqueable que aleja a cualquier persona que podría ayudarnos. Ignorando que somos parte de sus vidas, también. Y una parte importante.
Hoy vivo en una casa de secretos. Sin diarios íntimos, sin llaves, sin nada. Sólo con silencios y varias excusas que pierden sentido de tanto reiterarlas.
Soy guardiana de algunos secretos de Hermana. Ella es guardiana de algunos secretos míos.
Hermano Pequeño me confía, a veces, algunas de sus inquietudes.
Hermano Grande, en su desconcierto, supo hablarme sin reservas. Supo expresarse frente a mí, como a nadie más.
Ya ven, soy un nexo común en esta hermandad. Reconozco las excusas gastadas de tanto ir y venir. Mido mis propios movimientos para no revelar nada. Veo en cada rincón, en cada esquina, en cada palabra, aquello que debo callar y que por momentos me cuesta sostener.
Soy un secreto más, en esta casa. Un diario íntimo sin candado ni llave, que no humilla ni se ríe del dueño de lo oculto. Soy una mirada cómplice, un consejo. Soy confianza. Soy silencio.
Shh, soy secreto.
Shh, que nadie se entere.
Shh...