Como era de esperarse no sólo bailé hasta lo inbailable, sino que también tuve mi gran cuota de diversión. A pesar de los incontables pisotones que me gané y otros tantos empujones que dí, lo pasé de maravillas. Incluso mi cuerpo, que por momentos se quejaba de la contaminación por el cigarrillo, pareció entretenerse al compás de la música. No sé si finalmente decidió amigarse conmigo o si lo hizo por temor a la cantidad de fármacos que llevaba en la cartera. En fin.
Varias sorpresas rondaron la noche. Por empezar, una extraña decisión sorprendió a los que me conocen. A la hora de escoger entre unos agnolotis con salsa de aceitunas y pollo frito con batatas acarameladas, mi dedo cayó sobre los primeros. A pesar de mi eterno rechazo hacia las pastas rellenas, no me arrepentí de mi fantástica elección.
Para continuar, una notable observación a lo largo de la noche me hizo caer en la cuenta de que los hombres no llevan códigos a la hora de la conquista en un boliche.
En determinado momento un compañero de la facultad de mi Amiga del Alma comenzó las típicas preguntas de rutina que todo galán desempolva en el momento del flirteo. Con bailecitos de por medio, y alguna que otra voltereta, las fui respondiendo.
Como si mis manos entrelazadas con las de aquél muchacho de ojos verdes, que me interrogaba cada vez que nos acercábamos, no indicaran que yo estaba bailando acompañada, otro joven se acercó para hacer el ya tan recurrente comentario "te parecés a..". He pasado por actrices de telenovelas brasileras (de esas que pasan a la hora de la sobremesa), hasta por artistas holywoodenses que aparecen en el combo Warner-Sony-Universal... sin olvidarme de la cantidad de familiares, amigos y vecinos de los comentaristas miopes que caen en la bolteada.
Le seguí la conversación, intentando averiguar a qué artista me semejaba esta vez.
Estando parada yo en el escalón de un desnivel, mi olvidado compañero de monótonos pasos repetidos hasta el cansancio quedaba en desigualdad de altura.. y distancia. Pero con un simple tironcito de sus brazos hacia sí mismo, logró reingresarme a la pista de baile, desprendendiéndome de la conversación con el otro joven.
- Qué pesado ese flaco, ¿no?, y sonrió entre pícaro y divertido.
Y fue ahí cuando me dí cuenta de que su astuto gesto, lejos de querer ahorrarme una charla poco productiva, escondía otro mensaje. Simple. Más simple de lo que creía. Era una especie de "acá mando yo", donde con un sencillo movimiento de tracción no sólo marcaba territorio, sino también determinaba implícitamente que nadie más bailara o charlara conmigo. Retándome, también, por ponerlo en un segundo plano.
Ahora bien, hay algo que no entiendo. Si el joven que se me acercó vio que yo bailaba con el de ojos verdes, ¿por qué motivo intentó algo que no iba a conseguir? ¿Para qué arrimarse a conversar e incluso preguntar si yo estaba sola? ¿No tienen los hombres, acaso, una especie de reglamento tácito donde indica que no hay que atacar a las féminas que bailan con otro macho? Y en cuanto al compañero de pista, ¿era necesario que dejara en claro con quién estaba la señorita en cuestión?
Yo no entiendo. Realmente no comprendo..
Porque si en mi radar surge algún muchacho que no está solo, ni se me cruza por la cabeza acercarme a insistirle en que se parece a Brad Pitt. ¡Ni aunque así lo fuera! Es más factible que nos quedemos adorando su belleza con mis amigas, buscándole defectos a su afortunada compañera, que intervenir en su galanteo.
¿Acaso somos tan distintos? ¿O nosotras no nos regimos por la ley de la selva, donde el más ágil se queda bailando con la dueña del celular que más tarde reclamarán?
Nunca supe qué pasó con el joven que me hablaba de actrices de Warner.
El de los ojos verdes, en cambio, se llevó unos besos como trofeo de guerra.
Y yo, por mi parte, me divertí mucho revoloteando acompañada. Una última sorpresa: descubrí que ya no espero impaciente que mi celular suene con un nombre nuevo anunciando una próxima salida. Ya no cuento los días. Ya no desespero en silencio. No, ya no.