28 febrero, 2009

Cumplo años, feliz

Fue a las tres y cuarto de la mañana, sentada en mi cama sosteniendo mi pantorrilla izquierda que se había acalambrado, cuando tuve una revelación. 
Fuera de sacar cálculos mentales sobre la última vez que ese dolor punzante y sostenido se apoderó de mi pierna, y con el sueño ya perdido, comencé a pensar en esta mayoría de edad que me habilita para decir en voz alta que soy un adulto más. 

Recordé aquellos febreros en la costa, con mi familia, y la visita religiosa que hacíamos el día de mi cumpleaños al parque oceánico que tanto me gustaba. Fueron muchos veranos consecutivos. Fueron muchas asistencias infaltables. Fueron muchos cumpleaños felices.
Con la adolescencia (y el comienzo de una economía inestable en el país) aquél febrero quedó atrás.

Subsiguieron festejos de los cuales poco recuerdo, y otros que nunca se me van a borrar. 
Entre amigas, con familiares o de la mano de algún amor de la juventud, celebré año tras año este día. Hacía cuentas regresivas y recordaba a todo el mundo la cantidad exacta de horas y minutos que faltaban para ser un poquito más grande. Porque, en ese entonces, ser grande era maravilloso.

Este año fueron mis amigas quienes me recordaban las fechas; quienes sacaban cálculos y preguntaban los planes de festejo. Este año fueron ellas quienes recalcaban a cada rato mi repentino abandono de la minoría de edad y, entre risas, advertían sus consecuencias. Este año todo el mundo se encargó de no hacerme olvidar la cuenta regresiva que yo siempre llevé, y que ahora parezco abandonar. Porque, en este entonces, ser grande no es tan maravilloso como yo creía. 


De todas maneras, anoche me sentí distinta. Quizás porque me dí cuenta que en los últimos años sólo me dediqué a celebrar mi día especial sintiendo que algo faltaba, y en el momento del feliz cumpleaños desentonado e incoordinado cerraba los ojos y deseaba con fuerza todas aquellas cosas que tanto quería. Quizás porque me dí cuenta que hoy ya no lo celebro incompleta, sino rebalsada de logros y deseos cumplidos. 


Por eso siento que hoy, por primera vez en mucho tiempo, cumplo años feliz. 


(Y, en consecuencia, tengo que pensar otros tres deseos nuevos...)




27 febrero, 2009

Empate

Hubo un insomnio, en algún lugar del mundo, que lo llevó a entrar en mi espacio virtual. Hubo un sentimiento, una conexión quizás, que guió a sus dedos entre las teclas para crear palabras. Formó oraciones, y con ellas párrafos, que concluyeron con un extenso mail en mi bandeja de entrada.  
Hubo un desconocido que, en un abrir y cerrar de ojos, se transformó en un rostro cálido con una sonrisa tan tierna.   

Hubo un encuentro que, entre música y relatos, quedará por siempre en mi memoria.  
Tal vez haya sido la inmediata comodidad en la que me vi inmersa con tanta rapidez, o quizás fueron sus ojos que me inspiraban confianza y dejaban ver destellos de bondad. Puede haber sido su forma de hablar, su acento, que parecía teñir las palabras con colores desconocidos pero divertidos a la vez. O, quién dice, quizás fue todo eso junto.   

Hay una palabra que siempre menciona. Una frase, un adjetivo que, desde aquél primer encuentro, no deja de pronunciar. Me toma por sorpresa, la escucho, e inmediatamente sonrío. Y no me alcanzan los agradecimientos para hacerle saber lo bien que me hace.       



Ya no sé quién encontró a quién. Si su mail sorpresivo, o mi respuesta alentadora. Si su noche de desvelo, o mis palabras encantadas. Sólo sé que para el momento en el que intenté descifrarlo, él ya estaba abrazándome. Compartiendo más de lo que normalmente permito. Haciéndome tanto bien.    

¡Si hasta Juana me dijo al oído, ayer en la facultad, que me veía feliz
Giré mi cabeza, en ese momento, y miré a mi desconocido. Lo vi charlando con el novio de una compañera con total naturalidad, sin problemas ni reservas. Lo vi mezclarse en mi mundo, en mi cotidianeidad, y lo sentí responsable de mi sonrisa feliz. Entrecruzamos nuestros dedos y seguimos caminando por los mismos pasillos que recorrí incontable cantidad de veces con pasos dormidos, alegres y cansados.    

Por eso ya no sé si fue él, o fui yo. Si sus palabras o las mías. Si sus abrazos o mis besos. Sólo sé que dejó de ser un desconocido, en algún momento, para comenzar a acompasar mis pasos, sujetar mi mano y regalarme tantos recuerdos nuevos.   

No, ya no sé quién encontró primero a quién. Pero yo lo declaro empate.  





23 febrero, 2009

Bienvenidas

Dicen que los amigos son la familia que uno elige. Que, sin siquiera buscarlos, se nos aparecen un día y se quedan cierto tiempo. Que escuchan, aconsejan, ríen, lloran, acompañan. Que ofician de psicólogos, de padres, de consejeros. En fin, de amigos.


Juana, Amiga del Alma, Pizzu. Son ellas a quienes yo fui eligiendo a medida que sus pasos se cruzaban con los míos. Son ellas las que prestan oídos, las que comparten risas, las que abrazan cuando una nube negra se posa sobre alguna cabeza. Y fueron ellas (sí, ustedes chicas) quienes me dieron la señal para volver a hacer lo que desde chiquita me salía sin querer: escribir.

El último día del amigo fue una suerte de apoyo mutuo. Cada una traía su historia reciente a cuestas, y en un almuerzo festivo terminamos compartiendo el peso de las lágrimas entre todas. Como solemos hacer.
"Sabés lo que tenés que hacer, Flori -me dijeron- vos le tenés que escribir. Escribíle qué es lo que te pasa porque el flaco no tiene ni idea del embrollo con el Doc. Y tampoco tiene por qué saberlo". 
Terminé escribiendo, sí. Pero no a ese nuevo chico que no entendía por qué creaba un intangible abismo entre su mundo y el mío. Tampoco a aquél que poco a poco fue desapareciendo. No.

Escribía para descargarme, para liberar esas palabras que se me acumulaban en los viajes de colectivo o en lo silencios nacientes. Porque las oraciones se me formaban solas y su consejo saltaba alrededor de ellas. 
Pero, ¿qué sentido tiene componer sinfonías si ningún oído aprecia cada melodía? ¿Cuál es el punto en llenar museos de cuadros, si no hay un ojo crítico que encuentre el detalle que hace a la obra única e interesante? ¿Qué objetivo tenía escribir, entonces, si no había nadie que compartiera mis palabras?  Por eso me inventé este lugar… mi lugar. Donde alivio un poco el alma y liviano mis hombros del silencio al que me acostumbré. Donde encontré desconocidos que me alentaron, leyeron e incluso apoyaron cuando lo necesité.



Esto es lo que quiero mostrarles, amigas mías. Este espacio que no pretendía tener tanta relevancia, e incluso jamás pensé que podría sostener tanto en el tiempo (por eso nunca se los mencioné). Que en más de una ocasión me sirvió para desahogarme. Que me hace bien.

Por eso hoy quiero incluirlas en esta parte de mí. Quiero compartirlo con ustedes, que tanto me conocen. Quiero darles la bienvenida, desde este lado del monitor. Y no hay enojo que valga por hacérselos dar a conocer ahora. Nada de cómos ni porqués. Ningún reproche ni cosas que se semejen.
En su lugar, las invito a que paseen por acá. Verán los nombres que les elegí, y les pido que lo mantengan. Leerán muchas cosas que ya saben, y otras que no. Me descubrirán con insomnio, entre lágrimas o reflexiva. 

Acá empieza todo. 

Bienvenidas, amigas.

18 febrero, 2009

Pedido desesperado

Los padres lloran cuando nadie los ve. 
Sufren por los números que no cierran y por tener que resignar las vacaciones a la costa, otra vez. Pasan noches desvelados buscando soluciones, ideando planes, creando posibilidades. Incluso sacrifican ese día de descanso para llegar, al menos, a fin de mes. Y todo sin que los hijos, que tan contentos se ven con sus videojuegos y sus actividades recreativas, se enteren.

Las madres lloran cuando de sus hijos se trata.
Apenas nacen, el  primer día del jardín de infantes, cuando reciben el título universitario. La sensibilidad a flor de piel y el instinto materno las arroja a los límites de la desesperación cuando la vida de su hijo pende de un hilo. Y entonces las vemos llorar por la televisión reclamando justicia o pidiendo un órgano, sin importarles su vulnerabilidad que queda a la vista.


Yo hice llorar a Papá y Mamá, una vez. Con mi rebeldía adolescente, totalmente injustificada, hice que se asustaran. Sin querer. 
Aquella vez comprendí que la atmósfera de seguridad en la cual todos nos movíamos no era más que una simple estrategia de los adultos para camuflar el miedo. Que mis padres eran humanos, y sentían como tales; que hacían lo imposible para que nuestras sonrisas no desaparecieran y dejaran lugar a la preocupación. Y también aprendí que no hay situación más amarga que ver esas lágrimas de decepción caer por sus ojos.

Desde ese día procuré dar los pasos correctos para no encontrarme en una situación como aquella. Recuperé su confianza y nunca más sentí esa amargura oprimiéndome el pecho. Y hasta me contenté con saberlos humanos y equívocos. 

Sin embargo pareciera que no alcanza. Porque acabo de ver a Papá camuflando unas lágrimas entre pitadas apuradas de su cigarrillo nocturno. 
Sin querer, lo vi. Oculto en la oscuridad del jardín. Y sin querer, me vio.


"Hablá con tu Hermano Grande, por favor. Quizás a vos te escuche. Yo ya no puedo seguir viéndolo cómo desperdicia sus veinticuatro años. Yo ya no puedo seguir viéndolo decepcionarme..."


Mi papá llora cuando nadie lo ve. Y me pide ayuda. A mí. Que se me vuelve amarga cada bocanada de aire y no tengo la menor idea de cómo reaccionar frente a su pedido desesperado. 



14 febrero, 2009

Pequeño duendecillo

Hay un duende minúsculo que se lleva mis palabras. Se sienta al lado mío cada vez que me decido a escribir, y se roba todas las ideas de mi cabeza. Me deja mirando la pantalla en blanco, atontada. Siguiendo el continuo titilar del cursor, hasta que mis ojos duelen. O hasta que cierro todo, me levanto y me voy.

Es el mismo duende que juega con mi sueño. Que se sonríe pícaro cuando a las tres de la mañana me siento en la cama, preguntándome dónde demonios están mis ganas de dormir. Y que, cuando logro dormir, me encierra en pesadillas o bien me deja presa de un recuerdo modificado. 

Es un duendecillo apenas perceptible. Con sombrero largo y túnica hasta los tobillos, risa macabra pero inocente a la vez, y esencia de niño. Juega con mi concentración, mezcla mis decisiones y pierde mi paciencia. Hace que las horas desaparezcan en un simple pestañear, o que parezcan eternas con tan sólo chasquear sus minúsculos dedos. Todo a su antojo.

Así son mis días, en su presencia. Avanzo en el estudio para luego retrasarme. Alivio la falta de sueño con algunas siestas, para volver al insomnio más tarde. Aprovecho los mimos de Mamá, que insiste en cocinar algo de mi antojo, para luego perder el apetito. 
Así serán mis días, hasta que decida marcharse. Y tengo el presentimiento de que su partida coincidirá con mi exámen.

Hasta entonces, lo veré recostarse a mi lado bajo el ventilador. Charlaré, en voz baja, con él. Serviré dos vasos de jugo bien frío cada vez que pase por la cocina, y a la mañana le prepararé una tostada con queso untable. Seré amable. Seré paciente. Seré tolerante. 

Después de todo, sólo me quedan once días...



09 febrero, 2009

Respuestas

" No sé si corresponde que te escriba, pero lo hago de todas maneras… Porque el número diecinueve, en la agenda de mi celular, estaba colorado. Señal que anunciaba algo. Algo que capaz agendé mucho tiempo atrás, como bien corroboraría después.

“Cumple Doc =)”, decía. Dice.

Sabés, cada tanto, cuando la segunda sinfonía de Mahler se cuela en el random de mi itunes, me acuerdo de vos. Cierro los ojos y recuerdo tus gestos, tus explicaciones en mi oído, el dibujo en la servilleta de esa pizzería de Recoleta. Y después, cuando los abro, me encuentro con este silencio que puso fin a esos meses de charla por el mensajero.

Es imposible no armar conjeturas acerca de lo que pasó. Mi parte racional inventa excusas, justifica acciones, o simplemente me enrueda en posibles situaciones.

Pero el año se va terminando y no quiero que me queden palabras pendientes. Y por eso te escribo. Para decirte gracias. Por Mahler; por esas sonrisas; por tus enrosques y vueltas. Por este recuerdo que, cada tanto, reaparece. Gracias.

Ah, y feliz cumpleaños, bonito. Tirón de orejas, beso y abrazo. =) "


Eso le escribí para su cumpleaños, sabiendo que no iba a responder. Sin embargo, durante varios días, chequeé incesante la bandeja de entrada en busca de su mensaje sin abrir. En busca de sus palabras. Pero no. No iba a responder. Y yo lo sabía.

Pasó Navidad. Estrenamos un nuevo año impar. Vimos escabullirse a Enero entre restos de arena y agua salada. Volví a estudiar. 
Dejé de creer que, algún día, encontraría esa respuesta donde sólo un simple gracias hubiera bastadoLo borré de la lista del mensajero con el fin de evitar la diaria tortura de verlo conectado y sufrir el silencio al cual nos destinábamos. Lo borré, simplemente, por mi bien. Pero me aseguré de que, en caso de que un eclipse lunar le aconteciera, él pudiera contactarme. 

Como hoy. Como recién.

Con manos temblorosas, y cuidando que mi corazón no se saliera de mi pecho, leí cada una de las líneas que me escribía. Cedí ante la invitación para reingresarlo a mi lista, y comencé a responderle tratando de no dejar rastros de mi sorpresa. 

No era yo quien tipeaba. No era yo quien le preguntaba si ya estaba mejor. No. Era otra parte de mí quien se encargaba de responder a sus disculpas pertinentes.
Yo controlaba las lágrimas. Intentaba disimular la conmoción para evitar preguntas de mis hermanos que rondaban cerca mío. Empleaba estrategias que desconocía tener para no quedar al descubierto cuando el Doc prometía, por escrito, responder mi mail que -acorde a sus palabras- tanto le gustó.

Quería disculparse, y lo hizo. Quería hacerme saber que recordaba esa respuesta que me debía, y ahora avanzo con cuidado en la búsqueda de su mensaje. Quería dejarme un beso de agradecimiento, y casi lo sentí en mi mejilla izquierda. 


07 febrero, 2009

Revelación

Había un montón de papeles esparcidos por la mesa del comedor. Mi teléfono, enterrado entre alguna montaña de apuntes de clase. Un vaso con jugo de manzana, que dejaba ver cuán frío estaba al derramar unas cuantas gotitas divertidas. Rastros de lo que en algún momento fue una galletita de agua.

Había láminas en las paredes con dibujos raros, pero coloridos. Con flechas que salían de ellos y señalaban nombres inusuales. 
En una, un simpático glóbulo rojo colorado rompía con la seriedad del intrincado proceso de la coagulación. En otra, un laberinto tubular (semejante al protector de pantalla de aquél antiguo Windows), magnificaba la diminuta anatomía del riñón y su función.

Un ventilador encendido en el punto medio amenazaba, con el girar de sus rendijas, al calor que reinaba a la hora de la siesta. 
Habían unos pocos pañuelos descartables también, porque cada tanto un estornudo pasajero irrumpía en el ambiente de concentración.

Se escuchaba el ir y venir de una bicicleta en la vereda. El característico ruido de las ruedas rodando por las baldosas flojas acompañaba a unas risas infantiles. Algunos gritos adultos advirtían al pequeño que no se saliera a la calle. Y la bicicleta volvía a pasar frente a mi casa anunciando su retirada.

De repente, silencio. 

Sentada en el piso, frente a las láminas, recliné un poco la cabeza hacia atrás hasta quedar en contacto con la pared. Cerré los ojos y empecé a sacar cuentas. 
De mi puño cerrado comenzaron a estirarse algunos dedos. Uno, dos, tres. Una mano. Seis, siete, ocho. Dos manos. Podría haber seguido con los dedos de los pies, pero era complicado. 

Pucha, faltan 18 días para rendir... y 21 para mi cumpleaños. 




Y frente a tal revelación, abrí los ojos. Incrédula.


05 febrero, 2009

Buscando

Alguien me busca. Me escribe. Me deja saber que, de repente, se acordó de un viejo mensaje. Con un viejo truco quedo intrigada.
Yo respondo, quizás, dejándome encontrar. Releo aquél mensaje viejo y capto su objetivo. Releo el nuevo mensaje y no lo entiendo. O no lo quiero entender. Y pregunto cuál es el fin del mismo.
Alguien cuestiona si todo tiene que tener un fin ulterior; le explico que sí. Entonces él se atreve a jugar con mis palabras, y cambia fin por comienzo y ahí entiendo todo. Todo lo que antes no quería entender. Martín quiere un nuevo inicio.

Me cuestiono su deseo. Me enredo entre miles de pensamientos y conjeturas; analizo aquellos motivos por los que, en su momento, Martín quedó en la otra vereda sin posibilidad de cruzarse a la mía. Los recuerdo, sí. Pero empiezo a creer que son apenas detalles a los que, eventualmente, podría acostumbrarme. 
De repente, hay un fino hilo de esperanza. 

Pero, ¿es realmente eso lo que quiero? ¿Acostumbrarme a alguien que no me obnubila ni me hace perder cuenta de los días? ¿Considerar a Martín como la opción para no estar sola? 
No. Yo quiero a alguien que no me aburra con el paso del tiempo. Alguien de quien no tenga que acostumbrarme. Bien grande, NO. (Y ahí muere la incipiente esperanza).

Pizzu me reta, de manera amable. Me dice que pongo excusas, que no existe el hombre perfecto que me deje mariposas en la panza y una mirada atontada. La confronto y le digo que sí, que existe (en algún lugar tiene que estar).
Me aconseja que me abra, que le de una oportunidad. Que lo intente. Me relata la historia de una amiga suya que, en su momento, se encontró con un muchacho al cual no soportaba. Pero así y todo decidió darle una oportunidad; ahora llevan cuatro años juntos. Se acostumbró



Empiezo a creer que no debería ser tan difícil esto. ¡Ponemos tanta energía y tanto drama en tratar de encontrar a un alguien que -la mayoría de las veces- no es la indicada! Simplemente no debería complicarse tanto. 
Si alguien busca, escribe y encuentra, no tiene necesidad de ocultarse detrás de unos papeles atiborrados de trabajo. De llamarse al silencio. 
Si a uno no le interesó una persona de entrada, no tiene que intentar convencerse de que con el tiempo las cosas pueden mejorar. No es justo conformarse con lo que hay. O, al menos, no es lo que yo quiero.

Dicen que el que busca, encuentra.
Lo que no dicen es con qué nos encontramos.



01 febrero, 2009

Intento fallido




Medianoche del jueves. Primeros minutos del viernes. 
Después del nuevo ritual que tenemos con mis hermanos (ver un episodio de las temporadas viejas de Dr House después de cenar), la computadora queda en mi poder. Ahí es cuando visito algunos blogs, vacío un poco mis ganas de escribir, y reviso los mensajes del Facebook (se está pactando un reencuentro con mis compañeros de séptimo grado). 
En eso, veo esto:

re: Hello!
el otro día me acordé del primer mensaje que te mandé y no sé... me dieron ganas de mandarte otro.
besos.

El remitente es Martín, la primer víctima de una sucesión de citas que estaban destinadas a fracasar.

Cuando todo parecía estar empeorando con el Doc, todos a mi alrededor me sugerían que siguiera de largo. Que no me quedara deshojando margaritas ni esperando cual Penélope a que solucionara sus inconsistentes excusas. Que saliera, que brillara.
Y Martín estaba ahí. Insistiendo con sus repentinas ganas de plasmar esas conversaciones que teníamos por mensajero en un café real. Y ahí estaba yo. Estirando el tiempo de ese encuentro mientras luchaba con el silencio y los exámenes de la facultad.

Las evasivas se iban acabando a medida que mi tristeza se acumulaba en mis ojos, y mi sonrisa forzada pedía a gritos un descanso. Y fue entonces cuando accedí al encuentro. Cuando accedí a darme otras oportunidades. A intentar.

Lo dejé todo en sus manos: cuándo, dónde y a qué hora. Todo. 
Para causar una buena impresión, ofreció pasar a buscarme por donde yo quisiera. El edificio donde vive mi abuela resultó ser el lugar adecuado. Nada de tocar timbre ni mucho menos subir al departamento. Con un simple mensaje al celular evitábamos algunas presentaciones innecesarias y hasta momentos incómodos.

No fue una noche aburrida, pero tampoco maravillosa. Paseamos por varios temas en nuestras charlas de nunca acabar, y siempre terminábamos riendo de algún suceso vergonzoso de nuestra vida. No salieron a la luz esas preguntas a cuyas respuestas no estaba lista, por suerte.
Todo iba bien, hasta que un simple gesto arruinó todo. 

Mis amigas me dijeron, días después, que eso iba a pasar. Que alguna palabra, alguna mirada, algún lo-que-sea, iba a recordarme a quien intentaba olvidar. Y así fue.
Ver a Martín escribir con su mano izquierda me remontó a una pizzería de Recoleta. A un dibujo en una servilleta, que todavía conservo. Al mismo gesto, la misma posición de la cabeza, el hombro, su mano izquierda como ocultando el dibujo. A un doc que ya no vestía ese ambo celeste ni sonreía pícaro mientras dibujaba; que ya no estaba cuando decidí levantar la vista. En su lugar había unos ojos marrones, también, pero extraños.

De ahí en más, la noche fue irremontable. Le pedí que me llevara de vuelta a lo de mi abuela y así lo hizo. En un viaje que pareció eterno, él hablaba y yo le respondía ausente.


Lo que nunca nadie supo fue que, al llegar, esperé detrás de la puerta a que su auto estuviera lejos. Recién ahí, y en plena oscuridad, me senté en los primeros peldaños de la escalera... y lloré. Por ese intento fallido. Por él. Por mí.